TEXTOS, INTENCIONES Y TONOS. UN RELATO

La posibilidad del color

La posibilidad del color

Onetti, Dylan y Sábato.

Estanislao Giménez Corte

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I

De todas, de cada una de las muchas teorías imposibles, absurdas ideas lanzadas al viento pero no despojadas de ternura que le escuché; de toda una informe masa de presuntos pensamientos que Lanusa había elaborado en sus largos años de errático sujeto, de hombre de a pie, perdido en empresas intelectuales de variado patetismo, ninguna hubo tan delirante, ninguna tan fascinante, como aquélla con la que llegó una noche de diciembre de 2004. Llegó una noche, violentó en un segundo todo posible clima imperante y dijo, aplastando sobre la mesa del bar una edición del diario del día, “leé, decime qué ves”. Siete cervezas de litro después, arrastrando las sílabas, dio por acabado -con la solemnidad insólita del que dicta cátedra en el desierto-, el anuncio de su teoría de los colores de un texto.

II

Leí. La nota refería al incremento de los muertos norteamericanos en Irak por la proliferación de francotiradores anónimos en las afueras de Bagdad. Pregunté. El acelerado acosador dio paso, como para confirmar las particularidades de su personalidad, a un sereno sujeto de tono seguro y grave. Dijo: “Cada vez que leo algo, desde que soy chico, me queda cierta insatisfacción, como si una suerte de dimensión del texto se me escapara, como si las lecturas que solemos hacer no bastaran. Nunca supe a qué atribuir esa sensación. Ahora lo sé. Porque uno puede decir, efectivamente, que un texto está compuesto por una serie de frases, de palabras ordenadas, de intenciones. Pero eso es apenas el comienzo. Casi nada. Ahora sé que lo que me faltaba ver es... el color del texto. Éste que acabás de leer, por ejemplo es gris, grisáceo, y vira sobre el final al marrón”. Lanusa resopló, bebió aparatosamente y me miró, con la satisfacción del que ha hecho algo grande y espera el aplauso. Dije: “Eso es porque vos asociás Irak con desierto. La misma significación de cada palabra, como está vinculada con una imagen, sugiere una tonalidad. Faltaría que dijeses anaranjado”. Todavía se dirimía en mi interior si lo que estaba diciendo era una soberana estupidez o había allí, aunque latente, algo interesante.

“No necesariamente”, dijo. Sacó de su bolsillo izquierdo un pequeño papel y continuó: “Me cayó la ficha cuando leí esta frase de Goethe: tiene diferentes acepciones y traducciones. Te acerco tres: “la teoría es gris; la vida, verde”; “toda teoría es gris y sólo es verde el árbol de doradas frutas que es la vida” y “amigo mío, todas las teorías son grises; solamente está lozano el árbol dorado de la vida”.

No esperaba eso. O, en todo caso, no esperaba que la divagación de que era testigo partiera de una idea o noción de alguien ilustre. Respondí: “Me da la impresión de que se refiere, no a los ‘colores‘ de un texto, como decís vos, sino a las diferencias entre la teoría y la vida, digamos, como entes separados o como cosas contrapuestas”. “Sí, pero las teorías se expresan generalmente en textos ¿o no?”, dijo Lanusa. Asentí. Él insistió en que, según su propia lectura de la frase de Goethe, la elucubración teórica no llega al corazón de los fenómenos, a la belleza, al centro de las cosas, “por decirlo así”, dijo. Y que se trata de un intento, más o menos vano, de atrapar la naturaleza, las cosas, la vida en sí. Pero luego, Lanusa extrapolaba ello a todo texto.

Siguió, preso de sus propios arrebatos: “lo que define a un texto es una coloratura casi imperceptible pero decisiva; una suerte de clima o atmósfera general que, como en un plano del cine, determina aproximadamente la lectura que hacemos. El color que se desprende de todo ello es lo que va a definir de alguna forma la interpretación. Así como decimos que del azul se desprende el suspenso; que del amarillo deriva algo bucólico y relajado; o del rojo la fortaleza o la pasión”, refirió. Eso es el estilo, pensé, o la candencia de un texto, no el “color”. Pero flaqueaban mis fuerzas. Y callé.

Iii

“Imaginate -dijo de repente, como lanzando sobre la mesa una última carta- para mí los textos de Bob Dylan son azules; los de Onetti son grises: los de Sábato son negros (o pretendían serlo), los de Borges, cristalinos o blancos tipo mármol”. De repente, como había llegado, desapareció. Me quedé un rato más en el bar, en silencio. Su observación me hizo recordar que Lanusa había sido un gran lector.

Me dije, después, que puede ser interesante pensar que cada texto tiene, inherentemente, una armonía cromática, una coloratura dada por la suma no mensurable de todos sus componentes por separado. Y que esa coloratura sólo es perceptible “atravesando” el texto mediante una lectura profunda y concentrada; entrando en el texto, penetrándolo, viéndolo. Es decir, que el color de un texto no sería factible de “deconstruir” a partir de cada uno de sus elementos, pero sí que la suma completa de ello daría una suerte de trazo general, como quien arroja óleo sobre el lienzo o impone, al pintar un paisaje, una tonalidad imperante. Ello bien podría determinar, como dijo Lanusa, qué es finalmente ese texto. De modo que el color estaría dado por el conjunto pero ¿qué es lo que concretamente determinaría ese conjunto, la intención, el tema, los adjetivos?. Me fui hasta casa caminando.

iV

Temprano en la mañana me despertó el canillita con la edición del día. Quebrar la inercia para buscarlo fue una pequeña proeza. Todavía anestesiado por la noche, observé instintivamente la primera página y, por una milésima de segundo, lo juro, noté una leve pero persistente variación en las diferentes columnas de los textos del diario. Ví azules y marrones en las tipografías tradicionalmente negras retintas y entonces, quemándome con el café, tomé una hoja para escribir lo que sigue. Sabía que, en ese estado, lo que saliera, saldría en uno o dos minutos, no más.

De modo que escribí esto: Podría pensarse que a cada tipo o clase de palabra puede atribuírsele un color, y que la suma de esas tonalidades determina un resultado: por ejemplo, los verbos, como básicamente son acción, deberían ser rojos (aunque esto es lógicamente de una notable arbitrariedad); los pronombres, antojadizamente azul oscuros; las conjunciones, naranjas; las preposiciones, amarillas; los adverbios, rosados; los artículos, marrones; los adjetivos, verdes; los sustantivos, azul claros. Cuando uno, en un texto cualquiera, pongamos el caso de la nota sobre Irak, identifica con un color a cada una de las palabras que lo componen, y observa eso desde cierta distancia, puede hallar, sólo a veces, una coloratura que se impone. Como si el conjunto virara a una combinación cromática particular, propia, pero no sólo por el tipo de palabra identificado con cada color, sino por el tema, por la intención, etc. Los elementos físicos que lo componen -las palabras- y las inferencias intangibles -las interpretaciones- colisionan en algún lado y nos dan una gama determinada. Todo ello sumado la da.

Supongamos que hay un texto en el que predomina el verde. Podría suceder que un adjetivo mal colocado rompiera o quebrara su coloratura natural (como una nota desafinada en medio de una pieza), que violentara la armonía que lo compone: un adjetivo verde chillón en un texto amarillo o de un cálido oliva, por caso. Un texto sin fuerza, además, tendería a perder los colores naturales dados por la combinación pictórica de los tipos de palabras que lo conforman.

Habría entonces una suerte de orden cromático en los textos -marrón (artículo)+azul (adjetivo)+verde (sustantivo)+rojo (verbo)+(rosa) adverbio- determinado por el lugar que ocupan las clases de palabras en la oración, pero, más importante aún, por la atmósfera desprendida del texto en general, como una suerte de arco iris cromático o código de tintes.

El sonido del teléfono cortó de improviso el lastimoso ritmo en que escribía. Era Lanusa; pretendía convocarme al mediodía para un asado en una quinta. Me dijo que quería contarme una idea sobre una virtual guerra, en la percepción de la gente, entre las palabras y las imágenes, que lógicamente está ganando la imagen. Se lo notaba, como siempre, entusiasmado, acelerado, insoportable. Voy a dormir, alcancé a balbucear. Nunca le mostraré este papel.