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“El último argentino”

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Jorge Luis Borges y Enrique Medina.

Dividido en tres partes, los textos de El último argentino componen un libro singular, excéntrico, de márgenes corridos, exactamente como el autor que lo ha escrito, Enrique Medina, célebre y olvidado, elogiado y expulsado de los cánones, popular y censurado. De Las tumbas, de 1972, a estos relatos y pseudo-relatos de El último argentino, Medina ha construido una obra de un realismo casi testimonial, aunque evitando puntualmente, como dice el crítico estadounidense David Foster, “el panfletarismo de tanta literatura sedicente comprometida, que se conforma con instantáneas propagandísticas pero que se ahorra el trabajo de ahondar en la configuración de personajes, la cuidadosa urdimbre de argumentos, el decir exacto y quirúrgico de la narración”.

La primera parte está conformada por cuentos de violencia exacerbada, no casualmente presentados bajo el título general de “Los asesinos”. La segunda parte, “Guiños”, reúne relatos, anécdotas, recuerdos, verdaderos o ficticios, poblados por personajes como Balzac, Victor Hugo, Luis Sandrini, Céline, Gatica. La tercera parte, que da título al libro, presenta un cuento en el que, en la tradición de Arlt, una fantasía frenética no hace más que retratar de la manera más contundente la realidad, y en el que hombres que han tocado el fondo de la ignominia se preparan para la limpieza de la destrucción, volar a los edificios emblemáticos de Buenos Aires y transformar escuelas, colegios, hospitales, iglesias en “milagrosos campos de concentración-correctivos”, reformando la Constitución para legalizar la infamia. “En lugar de las matemáticas y la historia les meteremos en la cabeza las delicias del nuevo opio universal: ¡el fútbol!”.

Párrafo aparte merece el texto que abre la sección “Guiños”, que relata un encuentro entre el autor y Borges, una discusión acerca de la versión cinematográfica de “La intrusa” (que Borges deploraba y Medina defendía). En este encuentro, casi casual, Medina repasa meticulosamente las correcciones, transformaciones, censuras que ha detectado con el paso del tiempo en algunos escritos de Borges, sobre todo al compararlos con las registraciones de algunas lecturas de esos textos. Borges se defiende: “Creo que el lector es más tolerante, hay una comunicación privada, íntima, y uno puede zafarse. Pero el acto de recitar puede ser vanidoso, y agresivo para el que escucha, ¿no?”, y poco después, casi revirtiendo el argumento: “Hay palabras que cuando se las escribe, en el papel suenan fuerte; pero cuando se las dice pierden el vigor y suenan demagógicas como gaucho con moñito...”. La discusión es casi un duelo, pero sólo al final sabremos que el objeto de la disputa es nada menos que Rita Hayworth.

El libro incluye fotos que pautan los textos a la manera de testimonios (Medina con Borges, con Rita Hayworth; Celine, actores, carteles), de registros documentales y noticias periodísticas.

En el prólogo, Forster confirma que “Medina siempre ha llamado a las cosas por su nombre. En gran medida ha llegado a poder hacerlo porque sus propias vivencias personales lo llevaron a transitar todos los fangos de la realidad nacional y, además, porque supo escuchar a los argentinos hablando de sí mismos y polemizando acerca de las trapisondas socio-políticas de gobiernos de toda laya”. Publicó Galerna.