Tribuna de opinión

Megaminería, ¿quién paga la cuenta?

Alejandro Larriera (*)

Lo primero que me gustaría decir es que no estoy en principio a favor de la minería a cielo abierto, y lo segundo, aunque no menos importante, que no estoy en contra de la minería a cielo abierto, como nadie debería estarlo desde una posición racional, sin evaluar previamente cuáles son nuestras necesidades como sociedad, qué es lo que estamos dispuestos a pagar o sacrificar para seguir desarrollándonos y, lo que parece es la clave del problema: cómo se van a distribuir los beneficios y los perjuicios inherentes a toda actividad de utilización de los recursos naturales.

Los humanos, incluso desde antes de evolucionar al Homo sapiens, aprendimos a valernos del medio circundante, primero de la fauna y de la flora, y luego -de manera creciente- de los recursos naturales no renovables, aunque en aquel contexto resulta difícil verlos como tales. Si bien el concepto ha caído en desuso por excesivamente simplista, los antropólogos de antaño nos hablaban de las ‘tres edades de la humanidad’, y de ninguna manera es casual que éstas hayan sido, primero la de piedra, y luego las revoluciones evolutivas que se denominaron la de bronce y la de hierro.

Hoy resulta como mínimo hipócrita renegar de nuestras necesidades actuales -y futuras- de minerales, como de nuestra historia reciente y no tan reciente, que de hecho nos trajo desde los antiguos primates que se alimentaban de raíces tratando de evitar ser devorados por un gran predador, hasta este punto de la civilización que, nos guste o no, no tiene marcha atrás. Por romántico que pueda parecer, no es realista ni sustentable el planteo de una sociedad que se desarrolle sin generar impactos en el ambiente, como tampoco lo es, y esto hay que decirlo claramente, un desarrollo centrado en una ecuación que beneficia a unos pocos, en tanto que los costos ambientales los pagan todos los demás.

Es cierto que la minería a cielo abierto fue promocionada desde el principio como la solución a dos problemas propios de la actividad. Por un lado los costos de producción son menores en cuanto se incluyen las variables de tiempo y eficiencia, sumadas a la capacidad de obtener el mineral deseado cuando se encuentra incluso en bajas concentraciones, ya que literalmente se vuela la montaña y con procesos químicos sumamente agresivos se le extrae lo poco o mucho que pueda contener. Por el otro, también se ha presentado como una opción superadora en comparación a la minería de excavación convencional de túneles, aún vigente, en la que el costo en vidas humanas es enorme y constante, ya que se sigue llevando miles de vidas anualmente, independientemente del exitoso y emotivo rescate chileno de hace relativamente poco tiempo.

Ahora bien, estas dos supuestas ventajas pierden peso si en la ecuación de menores costos incluimos los ambientales, que parecen no estar contemplados en los balances de ninguna de las empresas líderes, y que por esa razón terminan recayendo sobre la sociedad toda. Si las empresas tuviesen que pagar por el agua por ejemplo, ¿sería tan buen negocio? Por otra parte, la significativamente menor cantidad de muertos en la minería a cielo abierto, no incluye entre las variables a tener en cuenta las enfermedades y eventuales fatalidades derivadas de la contaminación y el desarraigo. Es muy difícil solucionar un problema del que no se reconoce su existencia.

Los fundamentalismos, sean del tipo que sean, siempre le han hecho un enorme daño a las sociedades, ya que impiden el análisis sereno y la búsqueda de soluciones, aunque hay que reconocer que a veces sirven para poner en la agenda el tema, y sensibilizar a los tomadores de decisión de turno. No puedo menos que compartir la preocupación y simpatizar con algunas de las reacciones de las comunidades que sufren la mayoría de los perjuicios de la actividad minera a cielo abierto, sin recibir prácticamente ninguno de sus beneficios. Del mismo modo considero que se debe repudiar a quienes de manera mezquina, tanto desde la política como desde el ambientalismo profesional -que de hecho muy poco tiene de ambientalismo-, se suman al coro histérico anti minero, como si los medios informáticos y electrónicos que utilizan para la retórica, estuviesen fabricados con hojas de bambú, y no con los minerales que dicen repudiar.

En gran medida gracias a la repercusión pública de la reacción de las comunidades del Famatina, que terminó poniendo sobre el tapete no solo su situación, sino la de muchos otros proyectos mineros similares, se ha producido un hecho a mi juicio muy importante, como es la creación de la ‘Organización Federal de Estados Mineros’, que hoy reúne a los representantes de las ocho Provincias en las que la actividad es relevante, y que al menos en principio reconocen la necesidad de acordar presupuestos mínimos comunes para todas las jurisdicciones.

No es momento de eslóganes simplistas como: ‘No a la minería’, ya que esto es lo mismo que decir no a los minerales, y no al desarrollo, salvo que la idea sea volver al taparrabos y a vivir de la caza y de la pesca. En todo caso se debe decir no a la minería en la que los costos ambientales los pagan solamente las comunidades locales, no a la minería sin licencia social, que termina abortando proyectos locales como el turístico o las producciones regionales, sin hacerse cargo del impacto, y finalmente y tan importante como lo anterior, no a la minería que no distribuye localmente los beneficios, mientras los vecinos son meros testigos de la entrada y salida de camiones, en los que llegan los cartuchos, y se van las divisas.

(*) Comisión de Supervivencia de Especies Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza

 

Megaminería, ¿quién paga la cuenta?

Mina La Alumbrera, en Catamarca.

Foto: Archivo El Litoral