La Metamorfosis

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Un largo camino de metamorfosis y degradación nos alejó de aquella Edad de Oro de la que nos habla Ovidio. En la ilustración: “La Edad de Oro”, de Lucas Cranach.

Por Carlos Catania

 

“Si conociésemos el horror y la gravedad de la mentira, la perseguiríamos a sangre y fuego, como a otros crímenes”. (Montaigne)

No me refiero a la obra maestra de Franz Kafka. Por tanto, aunque bien mirado ocuparía un sitio destacado, Gregorio Samsa queda fuera de esta somera inspección. Me inclino en cambio sobre Ovidio. Después de tantos siglos, en el Libro I de Las metamorfosis, nos habla directamente a nosotros, “ultrametamorfoseados” del siglo XXI, munidos (vale decir fortificados) por la cantidad de “cosas”, muchas de los cuales, paradójicamente, nos debilitan.

Se sabe que el verdadero nombre de Platón era Aristócrates. “Platón” es un apodo que significa ancho de hombros. Publio Ovidio Nasón arrastra el “Nasón” en razón del tamaño de su nariz, así como el sobrenombre de Cicerón, que cargaba Marco Tulio, proviene de “cícero” (garbanzo). Señalo estas trivialidades con el objeto, como suele decirse, de “humanizarlos”, disminuyendo, con todo respeto, la altura de los pedestales que el Tiempo convierte casi en abstracciones.

Ovidio, poeta romano, nació en Salmona, ciudad de Abruzzo Citerior, en fecha que corresponde al año 43 a.C. No abundaré en datos biográficos, sólo que se ignoran las reales causas por las que fue deportado a Tomis, en el Ponto Euxino. ¿Quizás porque su obra fue acusada de inmoral y sus libros quemados en público? Apropiándose de una herencia histórica, en nuestro país también se quemaron libros y se mataron escritores, prueba de la importancia que se asigna a la literatura.

Los estudiosos de Ovidio acostumbran a dividir su obra en tres categorías: eróticas, mitológicas o de la madurez, y poemas del exilio. Desde “El caos” hasta el “Epílogo” discurren más de doscientas leyendas mitológicas que ponen de manifiesto una imaginación desbordante. A fin de evitar una glosa, me limito a esa suerte de prólogo contenido en las primeras páginas.

En él, Ovidio se remota a los orígenes del mundo. Llama “caos” a una masa informe de elementos que preceden a lo que será mar, tierra y cielo, lo que probablemente carezca de originalidad, pero constituye un punto de partida inevitable. Luego, “un dios o una naturaleza en progreso” separa los elementos relacionándolos con lazos de paz y concordia. No menciona el nombre de ese dios, tal vez -advierte un exégeta-, para evitar discusiones con los filósofos. Particularmente, me quedo con lo de paz y concordia, palabras que actualmente suenan obsoletas.

Una vez separadas las aguas, emergieron las estrellas, las tinieblas, las nubes, los animales... etcétera. Pero faltaba en ser viviente más “noble” (sic) y entonces la Tierra se cubrió de “hombres”. Curiosa (¿y lamentable?) metamorfosis. Ovidio nos habla luego de “Cuatro edades”; su poesía alcanza aquí su más alto nivel.

La primera fue la Edad de Oro, “la cual sin coacción, ni ley, practicaba por sí misma la fe y la justicia”. El castigo y el miedo no existían. Tampoco soldados ni pancartas amenazantes. La primavera, al igual que en Guatemala, era eterna y la Tierra estaba al servicio del hombre. Más tarde se inició la Edad de Plata. En este período, Júpiter dividió al año en cuatro estaciones. Debido al calor y al hielo, los hombres construyeron casas y se vieron obligados a cultivar la tierra, es decir, se obligaron a eso que lleva el nombre de “trabajo”.

Le siguió la Edad de Bronce: siendo más feroz en sus condiciones naturales y más pronta a los terribles combates, no fue, sin embargo, perversa. Luego la Edad de Hierro, que nada tiene que envidiarle al posmodernismo (término que nada significa, salvo que sea sinónimo de decadencia). (En este momento, el que te dije exclama: “¡Vos te olvidás de todos lo inventos!”)... “aparecieron toda clase de crímenes: huyeron el pudor, la verdad y la buena fe, y ocuparon su lugar el fraude, la perfidia, la traición, la violencia y la pasión desenfrenada por las riquezas”. Comienzan las guerras, se vive de la rapiña, el anfitrión no está seguro del huésped, ni el suegro de su yerno y es muy rara la concordia entre hermanos, la discriminación es producto de idiotas, etc. Como si Ovidio hubiera soñado con nuestra época: “Yace por el suelo la piedad vencida, y la doncella Astrea, la última de las inmortales, abandona la Tierra empapada de sangre”.

Es de rigor que el hombre del presente se cuestione lo esencial: ¿cómo es posible que habitando la Tierra para “algo” (lo que fuere) sea, al mismo tiempo, un absoluto fracaso. El que te dije: “No todo es fracaso”. Las respuestas son tan variadas, tan numerosas, que caemos inevitablemente en la moral, que enumera pero no responde, o en la resignación, o en la individualidad soterrada. Quizás en el transcurso de siglos venideros, la conciencia del ser humano, si es que la especie perdura, quede libre de tanta porquería. Mientras tanto, el hecho de que otros hombres luchen para producir una metamorfosis a la inversa, sin necesidad de trasplantes ni pastillas mágicas para prolongar la vida, se limita, por el momento, a ser un consuelo teórico -lo que no le resta grandeza-, bien que tenemos presente aquello de que “hay que hacer como si se pudiera”. Sin este combate “contra” el mundo, no quedaría más que decir adiós.

Desde luego, el tiempo de cada ser humano apremia. Kafka, en el relato titulado “Abogados” desliza la siguiente frase que utilizo aquí fuera de contexto: “El tiempo que te ha sido acordado es tan corto que tú, cuando pierdes un segundo, pierdes la vida entera; porque no es más larga, sino sólo tan larga como el tiempo que pierdas”. Por otra parte, en otro extremo, Cioran, el exterminador (dicho esto con una reverencia), en Del inconveniente de haber nacido, relata la siguiente anécdota: “Me encontraba solo en este cementerio que dominaba el pueblo, cuando una mujer encinta entró. Salí de inmediato para no tener que ver de cerca a esa portadora de cadáver y rumiar el contraste entre un vientre agresivo y unas tumbas borrosas, entre una falsa promesa y el fin de esa promesa”.

Justifico que estas palabras escandalicen a las “almas puras” que acogen la esperanza (vale decir que esperan) y la vivan acunando en el recipiente de las ilusiones inmóviles. Encuentro en ello lo que alguien llamó “la inocencia de la ceguera”. Pero hay mucha miga en ese pan que nos arroja Cioran. La suficiente como para pensar, entre otras cosas, que el tiempo de las metamorfosis no ha tocado su fin.

Es de rigor que el hombre del presente se cuestione lo esencial: ¿cómo es posible que habitando la Tierra para “algo” (lo que fuere) sea, al mismo tiempo, un absoluto fracaso.