La Venus de la Calle Corrientes

Nélida Roca y la revista porteña

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Incomparable. Toda la belleza de una mujer en su rostro. Fotos: Archivo El Litoral

Su belleza inusual cautivaba a los espectadores. Era tímida, algo ingenua, genuina morocha argentina dueña de un físico impactante. Fue -y es- el gran mito de la revista porteña.

 

Ana María Zancada

La historia de la revista porteña arranca, según los entendidos, allá por 1875 con “El sombrero de Don Adolfo”. En 1908, se inaugura el Teatro Scala, luego Esmeralda a partir de 1915 y finalmente el Maipo desde 1922, la Catedral de la revista.

Lógicamente, el rol de la mujer dentro del espectáculo era central. Pero eso, significaba un poco la marginación de esas “descocadas”, que sin pudor alguno se contoneaban sobre el escenario.

En nuestro país, la lista de estrellas de este espectáculo es abundante y valioso. Entre las primeras recordamos a Gloria Guzmán, Sofía Bozán, Iris Marga, Tita Merello y muchas más que iniciaron su carrera sobre el escenario revisteril. Algunas, luego, se hicieron famosas primeras figuras del cine.

Avanzando el tiempo, cambio de costumbres y de época aparecen nuevos nombres que iluminan los escenarios con su belleza. También, la llegada del Folies Bergère a Buenos Aires en 1954, significó que se dejase de lado la malla color carne para atreverse directamente a mostrar el cuerpo. Pero esto significaba la exigencia de un buen físico.

El escenario fue el marco adecuado para la belleza de la mujer argentina, dueña además de un particular desenfado. Zulma Faiad, Ethel Rojo, Susana Giménez, Moria Casán, Alicia Márquez, Adriana Aguirre. Tal vez, Nélida Lobato merecería un capítulo aparte. Pero esta vez nos detenemos en una de ellas que sin lugar a dudas marcó una época: la colosal Nélida Roca.

LA HISTORIA

En realidad, era una piba de barrio, un poco ingenua, algo tímida, insegura, dueña de un físico impactante, genuina morocha argentina que casi sin proponérselo, se transformó en un mito de las revistas porteñas.

Nélida Mercedes Musso nació en Buenos Aires el 28 de marzo de 1929. Fue el típico producto argentino hija de un padre genovés y una madre gallega, que estuvo siempre a su lado. Desde pequeña ensayaba poses frente al espejo, creando fantasías de gran actriz que el padre se encargaba de prohibir.

Pero con el tiempo y paciencia logró comenzar cantando en una orquesta de jazz, que dirigía el entonces novio, que luego se convertiría en su primer marido: Julio Rivera Roca.

Allí la descubre Luis César Amadori, por ese entonces propietario del Maipo, que con intuición percibe lo que podría lograr de esa morocha un poco tímida, pero de físico escultural. Le propone actuar en una revista musical.

Prácticamente desde su aparición en el escenario, cautivó al público. No era una buena cantante, ni una buena bailarina, pero no lo necesitaba. Su altura, su escultural figura (90-58-95), sin siliconas ni cirugías, piernas largas y muy bien torneadas, caderas rotundas, una abundante cabellera negra y un adecuado maquillaje acentuando sus oscuros ojos, sumado al vestido negro ajustadísimo que marcaba su figura, fueron suficientes para provocar un impacto que dio que hablar. Amadori no se equivocó. Había nacido “La Venus de la calle Corrientes”.

Cuentan las crónicas que era sumamente tímida, le huía a los reportajes, jamás se sintió diva y en sus comienzos no tuvo verdadera conciencia de lo que su figura representaba dentro del mundo de la revista nacional.

Pero sí fue muy exigente con su carrera y tuvo un sentido nato de profesionalidad. Cuidaba hasta el mínimo detalle de sus atuendos, la ropa, el calzado, las joyas, los elementos usados para el espectáculo.

Su vestuario era parte del show. Un secreto celosamente guardado para que no se lo copiasen. Junto a su madre daba los últimos toques a los modelos que ayudaban a resaltar su bellísima figura, jamás sometida a ninguna estética. Las mallas transparentes adheridas a su cuerpo eran su sello distintivo y enloquecían a la platea masculina que prácticamente aullaba cuando ella aparecía, llenando el escenario con su sola presencia. Plumas, lentejuelas, bijouterie especialmente diseñada. Y según sus propias declaraciones impuso el cola less en el escenario.

El deseo hecho mujer

Llegaba temprano al teatro, cuando no había nadie, iba directamente al camarín y comenzaba su transformación. Se maquillaba sola, afirmaba que los ojos eran un detalle importante para darle personalidad y fuerza al rostro. Esto le demandaba una hora y media. Luego el vestuario, el peinado, todo era motivo de un cuidado especial. Las joyas que usaba en el escenario eran de su propio diseño, confeccionadas con cristales checoslovacos, primorosamente tallados traídos en sus frecuentes viajes a Europa y New York.

La ropa también diseñada por ella, siempre apoyada por su madre.

Tuvo por supuesto muchísimos hombres que la admiraban, la deseaban, pero muy pocos que estuvieran cerca de su corazón. Su primer matrimonio fue a los 16 años, como dijimos con Julio Rivera Roca. Por esa época tuvo un romance que fue nada más que eso, con el músico Jorge Caldara. Él le dedicó el tango “Pasional”: “No podrás nunca entender / lo que es amar y enloquecer”.

Pero él ya tenía novia y no pudo ser. Su segundo esposo fue el cantante italiano Aldo Perricone, que conoció en Roma, un italiano pintón con el que parecía haber encontrado no sólo el amor sino alguien que entendiese su vida dedicada al espectáculo. Pero sólo duró siete años. Se separaron en 1969. Los hombres no le duraban. No era fácil ser la pareja consorte de la “Venus de la calle Corrientes”. Era demasiado mujer para un solo hombre.

Gozó de la fama, de la popularidad, el halago, los presentes muy costosos y exquisitos: flores, bombones, joyas. Juan Duarte -el hermano de Evita- fue uno de sus admiradores más insistentes.

En 1969, actuó para la televisión y también recibió propuestas de Armando Bo para hacer cine. Pero su mundo era el escenario. Allí se transformaba en la descomunal mujer que lucía como nadie el vestuario diseñado exclusivamente por ella, soberbios tocados emplumados, calzaba tacos aguja y bailaba con total soltura, sabedora del fervor del público. Dicen los entendidos que ninguna como ella para descender por las escaleras en el escenario. Era un mito consagrado, una auténtica y escultural estrella.

El final

Pero la vida le jugó un cruel gambito. Su última actuación fue en 1974 en “La revista de oro”, en el Astral. Y luego el diagnóstico cruel, injusto, pero ineludible. Una progresiva artritis reumatoidea la obligó a dejar todo y desaparecer. Dejó los escenarios y la vida pública. Se recluyó en su casa y nunca más se conoció de ella ni siquiera una fotografía.

Luego, la silla de ruedas y los problemas renales que la obligaron a un doloroso tratamiento de diálisis. Hasta viajó a Cuba buscando alivio. Pero nada se pudo hacer. Vivió sus últimos años rodeada del cariño de su familia que no la abandonó y negándose a exponerse en público. No quería destruir el mito que a fuerza de trabajo y disciplina había fabricado.

Murió el 5 de diciembre de 1999 de un paro cardíaco y fue sepultada en el panteón de la Asociación Argentina de Actores en la Chacarita. Pero aún para los que nunca la vieron, su escultural imagen sigue viva en la historia del espectáculo revisteril de Buenos Aires. Fue única, hermosa, profesional, inigualable. Un verdadero ícono porteño.

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Los hombres deliraban al verla y las mujeres admiraban su enorme magnetismo.

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Sus piernas, únicas.

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Brillo y más brillo en los vestuarios diseñados por ella misma.

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En su amada París, con un poncho argentino.

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Escultural. El admirado cuerpo de la Roca en pleno éxito de su carrera.