Lo perecedero y lo perdurable

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Virginia Woolf, en un retrato de Julia Margaret Cameron.

Por Nilda Somer

 

“La muerte de la polilla y otros ensayos”, de Virginia Woolf. Traducción de Teresa Arijón. La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2012.

Virginia Woolf confesó más de una vez su desconfianza acerca de las teorías literarias, y el título de una de sus compilaciones de artículos, El lector común, da cuenta de adónde se inclinaba su balanza cuando debía optar con respecto a los protagonistas de la cultura literaria: críticos, reseñistas, periodistas, académicos, investigadores, personajes por otra parte que a menudo ocuparán sus reflexiones. Desde joven (a los 22 años) empezó a registrar sus comentarios bibliográficos, y a través de ellos, de sus ensayos y de su diario pueden rastrearse sus descubrimientos (de los novelistas rusos del siglo XIX, por ejemplo), sus deslumbramientos (por las escritoras inglesas) y sus decepciones (la que finalmente le procura el Ulises, de Joyce).

Aparte de extensas biografías (Roger Fry y Flush -la biografía de un perro-), Virgina Woolf trazó el perfil de muchos escritores (entre ellos, de Henry James, Joseph Conrad, Edward M. Forster, D.H. Lawrence y de las escritoras inglesas a quienes coloca a la par de los escritores masculinos más encumbrados: Jane Austen, las Brontë, George Eliot). En La muerte de la polilla se incluye una reflexión clave sobre “El arte de la biografía”, en la que defiende la rigurosa atinencia del género a los hechos comprobados y verificados, con argumentos capaces de demoler (con razón) innumerables “novelas históricas” y “biografías noveladas”: “Las dos clases de realidades [ la ficticia y la documental ] no pueden mezclarse; si se tocan, mutuamente se destruyen”. (Sin embargo, es de recordar, ella llamó “una biografía” a su Orlando, inspirada en su íntima amiga Vita Sackville-West, que con sus avatares fantásticos -una vida que dura cinco siglos, espontáneos cambios de sexo- evidentemente la inscriben dentro del género novelístico). Este ensayo, que comienza planteando si la biografía debe considerarse un arte, finaliza relegando su importancia. Ningún biografiado llegará jamás a la altura de un personaje creado por Shakespeare, sostiene, porque los personajes literarios “están hechos de un material más duradero. En su estado más intenso, la imaginación del artista descarta de hecho lo que es perecedero; construye con lo que es perdurable; pero el biógrafo debe aceptar lo perecedero y construir con eso, incrustarlo en la trama misma de su obra. Mucho perecerá; poco vivirá. Y así llegamos a la conclusión de que el biógrafo es un artesano, no un artista”:

La muerte de la polilla y otros ensayos recoge 26 artículos recopilados por Leonard Woolf después del suicidio de Virginia. De variada especie (aventuras privadas y urbanas, Madame de Sévigné y Henry James, la carta a un joven poeta y la guerra), algunos de estos ensayos versan sobre la mujer, consecuentes con aquellos textos (como el célebre Un cuarto propio, que tradujo al castellano Borges) que la convirtieron en una adalid del movimiento intelectual feminista.

En uno de los ensayos habla de ese “Ángel de la Casa”, que surge precisamente cuando ella se sienta a escribir alguna reseña bibliográfica. Así la describe, para que la conozcan las nuevas generaciones más felices y libres: “Era intensamente comprensiva. Era inmensamente encantadora. Era de una generosidad asombrosa. Se destacaba en el difícil arte de la vida familiar. Se sacrificaba día tras día. Si había pollo para cenar, ella comía el ala; si había una corriente de aire, se sentaba allí por donde pasaba; en suma, era tan compuesta que jamás tenía un pensamiento o un deseo propios; en cambio, siempre prefería simpatizar con los pensamientos y los deseos ajenos. Sobre todo -no necesito decirlo-, era pura. Se suponía que su pureza debía ser su mayor belleza; sus rubores, su gracia inexorable... Y cuando empecé a escribir, la encontré con las primeras palabras. La sombra de sus alas cayó sobre mi página; oí el susurro de su falda en la habitación”. Por supuesto, a la larga, la decisión fue drástica. “Ella acostumbraba interponerse entre el papel y yo cuando escribía las reseñas. Me molestaba y me hacía perder el tiempo, y tanto me atormentó que al final la maté”.

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