De Dubai a Abu Dhabi, la autopista del desierto

De Dubai a Abu Dhabi, la autopista del desierto

Dubái y Abu Dabhi están sobre la costa de un mar muy bello, entre azulino y verdoso, que puede cambiar del turquesa al celeste, según la hora y el estado de ánimo con que se lo mire.

Los extremos alucinantes de Sheikh Zayeed road, la autopista que conecta las dos ciudades más importantes de los siete Emiratos Árabes Unidos.

TEXTOS. LUIS RODRIGO. FOTOS. LUIS RODRIGO Y AGENCIA.

 

De Dubái a Abu Dhabi hay una autopista de 160 kilómetros de extensión. Tiene cuatro carriles en cada sentido, y por momentos cinco o seis, cuando aparecen desarrollos urbanísticos a sus lados. Es todo un viaje.

El trayecto en auto desde el centro de una metrópoli al de la otra lleva unas tres horas de veloz frustración: apenas si se puede percibir el amarillo enceguecedor del desierto detrás del ejército de árboles regados artificialmente, increíblemente vivos pese a los 45 grados de las banquinas y sus interminables rejas de hierro perimetrales, verdes y labradas con motivos florales. Queda para las postales y los avisos de tours al desierto la imagen onírica de las dunas, los camellos y la arena infinita que el entorno de Sheikh Zayeed road (*) ya no permite ver. Ahora en ambas ciudades y en el camino que las une -aquí también se paga peaje- hay un verde desconcertante, tan impropio para el clima que parece una demostración más de riqueza y poder. Los oasis del Rub Al Khali, como otros espejismos tangibles, desde Dubái hasta Abu Dhabi dependen del dinero.

Millones de metros de unas mangueras negras tendida sobre la arena dejan escapar gotas de agua para hacer crecer pinares, arbustos con espinas, flores y por supuesto palmeras. Para el riego artificial se reciclan todos los líquidos cloacales: de allí se extraen aguas y nutrientes. Jardinero aladines crean la vegetación pese al calor, las tormentas de arena y cierto polvo flotante en el aire del que se dice que nunca termina de caer.

La autopista une dos ciudades que compiten en edificaciones palaciegas, arquitectura vanguardista y dimensiones ciclópeas. Empatan en lujo y desigualdades sociales. Están saturadas de rascacielos, estelares hoteles, nobles palmípedas datileras y mano de obra extranjera barata aún para los parámetros sudamericanos, que poco se queja porque cree haber alcanzado el paraíso, si compara su existencia actual con la de sus países de origen.

Son malíes, paquistaníes, nepalíes, bengalíes, egipcios o hindúes que sirven en la construcción; en cambio, tailandesas y malayas atienden todo tipo de servicios domésticos. Por ley, en Emiratos Árabes Unidos (EAU) los extranjeros que quieren ser empleados deben entregar sus pasaportes a sus patrones y en caso de queja, deportación. Por la misma razón casi no hay delitos callejeros. Aquí no hay amputaciones, ni bárbaras cortes populares que apedreen mujeres por adulterio.

El mismo periplo de Zayeed road, paralelo a la costa del Golfo del Mar Arábigo (**), fue parte del escenario de decenas de siglos de cultura nómade casi sin cambios, en la curiosa historia de los Emiratos, cuya independencia política data de cuando el Imperio Británico simplemente se fue, en 1973. Abandonó todas sus posesiones árabes al este del Canal de Suez, “sin dejar ni siquiera una escuela”, según se repite a los visitantes con inocultable orgullo localista por el contraste.

Hasta casi la década del ‘70 la vida allí era tribal y atada a una economía basada en las habilidades para contener la respiración de los buscadores de perlas, y la capacidad para sobrevivir con pesca generosa, dátiles inmejorables, agua salobre y comercio. De esos años, los clases nobles y la realeza emiratíes conservan con pasión el arte de la cetrería: hay águilas en los escudos del país y, según se dice, en los jardines de los palacios. Últimamente, cual burritos de Carlos Paz, también se lucen estas aves en los shoppings para que los turistas se tomen fotografías. No son simples mascotas, son los mimados bebés de las familias que hoy cuentan el dinero por millones de dírhams: las águilas ayudaron a sus abuelos a cazar y comer, hasta que llegó el petróleo (***).

Hasta entonces, unos grupos en camellos seguían sendas en medio de la nada. Sobre el lomo de sus animales, guiados por estrellas y dioses empujaban el comercio al interior de la península arábiga, a la que -en el año 630 dC -cubrió el Islam. Otros viajaban en embarcaciones que usaron la única vía navegable: el mar. Aquí no hay ríos, y lo único que se le parece es la zona del creek donde el agua marina confunde. Se mete por kilómetros en el desierto y crea islas, esteros, y un entorno ambiental propicio para que prosperen una fauna variada con tortugas, aves y una rica variedad de peces.

Dubái y Abu Dabhi están sobre la costa de un mar muy bello, entre azulino y verdoso, que puede cambiar del turquesa al celeste, según la hora y el estado de ánimo con que se lo mire.

EXTRAÑAS ELECCIONES

Ambas ciudades son extremadamente ricas y lideran a la confederación de siete emiratos. Los Al Maktoum en la primera y los Al Nahyan de la segunda han formado una red dinástica aceptada por sus súbditos. Unos y otros se llevan bien, pero se recomienda llevar pasaporte cuando se va a de un emirato al otro. Cada seis años hay unas extrañas elecciones presidenciales: se reúnen los jeques de los siete emiratos y votan a un presidente y un primer ministro, lo que siempre recae sobre los dos reinos más poderosos y ambos apellidos: para los de Abu Dabhi la presidencia; para los de Dubái la oficina (o diwan) del primer ministro. Pese a la facilidad con que se podrían hacer los bocas de urna, en EUA nadie piensa en esos asuntos. Hay un poder legislativo, el Consejo Federal Nacional, tan débil como pueda imaginarse en una sociedad sin partidos políticos.

Un equilibrio de liderazgos, celos, rivalidades y solidaridades entre las fracciones de cada casa real sustituye a lo que en la Argentina peyorativamente la gente llama “la política”. Se dice que es un secreto de Estado el número de esposas del jefe de Estado: aquí el sector público es un asunto privativo de algunas familias.

La capital política está en Abu Dabi. Sus playas agradables cuando no es verano en el hemisferio norte son interminables. Como sus pozos petroleros, que al ritmo actual se agotarán con el siglo. Dubái en cambio tiene esa riquezas pero solo para unos 15 años más. La ciudad ya se las arregla muy bien sin sus beneficios: ha desarrollado el puerto de Jebel Alí, el más grande construido por el hombre, con un área zona franca de 130 kilómetros cuadrados. Allí sí se permite a los extranjeros invertir sin necesidad de un sleeping partner o socio dormido, un ciudadano de los EAU que, generosamente, da su apellido en pos de la legalidad del negocio (y un porcentaje de las ganancias). En el resto del país los extranjeros no pueden poseer bienes, como si fueran mujeres.

El éxito económico está alimentado con la renta petrolera, pero también por una particular capacidad de imaginar negocios en los que poco se pregunta por el origen del dinero. En este capitalismo especial, el derecho a la propiedad privada está reservado sólo para los hombres que además deben ser ciudadanos emiratíes, condición de la que solo gozan los hijos y las hijas de los varones nacidos en los Emiratos.

Dubái es la ciudad más intrépida. Está dispuesta a quebrar las reglas, aún las morales y religiosas- para ganar. Sus empresas no tienen límites, tanto al producir ocio como para soñar riquezas. Hay toboganes de cientos de metros cubiertos de nieve artificial bajo una coraza de polímero aislante (a prueba del desierto); hoteles donde vivir los placeres de occidente prohibidos en otros ámbitos, como alcohol, prostitución y boliches para bailar (incluso entre distintos sexos).

Son famosos sus complejos inmobiliarios: La Palmera, el Mapa del Mundo y ahora según se anuncia- El Universo. Esas propiedades y los pisos de los bellos rascacielos fueron puestos en venta a los extranjeros, lo que produjo una avalancha de nuevos ricos del planeta deseosos de ser parte del arabizante glamour de los petrodólares, los elegantes turbantes y los precios escandalosos. ¿Cómo no comprar si está tan caro?, se habrá razonado.

La burbuja de especulación inmobiliaria ya estalló: sobre la autopista de la prosperidad que se impone al desierto, en ambas manos, detrás del verde artificial, hay miles de metros cuadrados de horribles chapas oxidadas. Son soportes publicitarios vacíos, sin avisos.

El boom inmobiliario terminó, dicen los diarios locales, algunos en inglés y papel satinado, aunque la ciudad siga repleta de grúas, camiones hormigoneros y obreros como hormigas de una construcción de alturas y volúmenes frenéticos.

Los dos emiratos rinden homenaje a los tableros de los arquitectos más prestigiosos del mundo, que en ambas metrópolis gozan de lo impensado: infinito espacio para construcciones sobre el desierto o el mar y una chequera a la que sólo deben agregarle los ceros.

Las excentricidades también abundan: al llegar a Abu Dhabi, en medio de un vacío arenoso, se levanta un edificio que parece una moneda gigante (claro, se hizo para un banco). En Dubái cada hotel de lista tiene fuentes y cascadas, entornadas por helechos y palmeras, unos jardines interiores enormes y junglezcos, cubiertos por una media naranja gigante de vidrio y metal. En Abu Dhabi la cubierta del Museo Ferrari (todo un parque de diversiones) luce desde el aire como la lengua bífida de una cobra.

(*) Sheikh Zayeed road: La autopista lleva el nombre del jeque Zayeed bin Sultán Al Nahyan, el primer presidente de los EAU, que gobernó desde la independencia del país el 2 de diciembre de 1972 hasta su muerte

(**) Desde la invasión de los iraquíes (persas) a Kuwait se prefiere la denominación Golfo Arábigo a la de Golfo Pérsico.

(***) La primera exportación de petróleo desde EAU data de 1962.

UN PIE EN EL CIELO

Entre tantas sorpresas, hay una joya arquitectónica patrimonio de Abu Dhabi y de todo el mundo árabe. Honra la dimensión que más importa aquí, la religiosa. La Mezquita Sheikh Zayeed es sobrecogedora. Se ingresa descalzo y se sale enmudecido, porque se ha estado en el paraíso. En su decoración todo es diverso, pero sereno. Deslumbrante y sin embargo no hay estridencias, ni aún en las su decena de arañas de 10 metros de longitud, hechas de luces rojizas como el sol y 9 toneladas de cobre con detalles en oro.

Su alfombra es la más grande del mundo: pesa 36 toneladas de lana y 12 de algodón (48 en total). Y fue hecha a mano por 1.200 mujeres iraníes bajo el diseño musulmán de la visión del edén. Tiene 2.268 millones de nudos. Basta probarla con un pie para estar sobre el cielo.

La Mezquita es la tercera en tamaño en el mundo y comenzó a construirse en 1998. Lleva el nombre de su inspirador -y financista- el primer presidente de EAU, quien no llegó a verla completa. Murió en 2004 tres años antes de que finalizara, pero su mausoleo (al que llaman mini mezquita) está junto a la construcción que ocupa 22 mil metros cuadrados, 4 minaretes (columnas) de 107 metros de altura y 82 bóvedas de 7 tamaños diferentes, apoyadas sobre 1.048 columnas, que no son dóricas ni jónicas: están rematadas con el cuello arbóreo de las palmeras, y adornadas con incrustaciones de piedras semipreciosas. Costó 600 millones de dólares. Una cifra menor si se la compara con su poder: provocar infinitos suspiros y rezos.

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Por ley, en Emiratos Árabes Unidos (EAU) los extranjeros que quieren ser empleados deben entregar sus pasaportes a sus patrones y en caso de queja, deportación.

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La autopista une dos ciudades que compiten en edificaciones palaciegas, arquitectura vanguardista y dimensiones ciclópeas. Empatan en lujo y desigualdades sociales.

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Deslumbrante pero sin estridencias, la Mezquita Sheikh Zayeed es la tercera en tamaño en el mundo y comenzó a construirse en 1998.

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POSTRE DE ORO

El oro abunda: en las cúpulas, los rólex, las lapiceras y hasta en los tableros de ciertos autos. Presentado en hebras -más delgadas que cabellos rubios- adorna el chocolate de los postres de los restaurantes más caros de Abu Dhabi. El dulce más valioso no tiene los tilingos condimentos auríferos, sino una masa esponjosa y simple, jaleas, mieles y merengues. Se llama ‘Umm Alì”. La leyenda dice que un día, en la pequeña aldea de Abu Dhabi (o de El Cairo), todos los chicos hablaron en sus casas sobre el rico postre que había servido la mamá de Alí, quien evidentemente tenía demasiados amigos: la receta fue improvisada con todo lo que había en la alacena para que alcanzara.

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En Abu Dhabi, la Mezquita Sheikh Zayeed es sobrecogedora. Se ingresa descalzo y se sale enmudecido.

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Los hoteles ofrecen los nobles placeres de oriente, como dátiles, incienso y perfumes. Y también los prohibidos de occidente, como alcohol, prostitución y boliches para bailar (incluso entre distintos sexos).

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Bajo Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo, las aguas danzan según el sonido ambiental del complejo. Los golpes sobre los parches del Derbake, un instrumento tradicional de percusión, une a la música árabe con la world music.

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EL MÁS ALTO DEL MUNDO

Cuando Dubái llegó al cielo debió comerse su orgullo: el edificio que iba a llamarse Burj Dubái llevó finalmente el nombre de Burj Khalifa porque el jeque de Abu Dabi sacó -con miles de millones de dólares- a su par de Dubái del efecto del estallido financiero.

La torre tiene más de 828 metros y un mirador a los 584. Ir más arriba no tiene sentido, porque se pierde la visual, como pasa con los aviones, dicen los guías que convidan dátiles y sirven café en pequeñas y delicadas tasas sin asas, grabadas con la bella flor de tres pétalos blancos y delgados, que inspiran todo el diseño arquitectónico del complejo, desde la base de dos kilómetros cuadrados, hasta los sovenires.

Mármoles tallados, paredes de plasmas, aceros pulidos, lustrados e inmaculados, cintas de traslado y un mobiliario casi escaso -apenas para una pausa sobre sofás negros y asimétricos-, tienen los corredores de tránsito peatonal interior hasta las puertas de sus 57 ascensores.

Suben en cuestión de segundos, una distancia abrumadora de casi seis cuadras. Sus cuatro paredes son a la vez espejos y pantallas. De algún modo, los pasajeros sólo se reflejan una vez, mientras que las incandescencias digitales lo hacen hasta el infinito: en el viaje en ascensor la música de tamborines, címbalos y mandolinas mezclada con el funk acelera la respiración. Parches sueltos y batidos, voces femeninas en alto falsete cantan “habibi” (mi amado, en árabe) y provocan algo que no es mareo: el ascensor es una cápsula sellada pero sensual, como la inolvidable primera vez en que alguien -de una u otra forma- despega del suelo.

Todo el edificio tiene un diseño que deslumbra. Se ha puesto lo mejor de lo tradicional y lo moderno: las estridencias del color digital y los opacos, sobrios, reflejos marmóreos. Todo se funde sobre diseños geométricos que por centurias han tejido las mujeres de los beduinos.