El lamento como bella arte, de Joplin a Winehouse

Amy o una estética de la tristeza

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Janis Joplin y Amy Winehouse. Lo que se escucha en ellas, es que hay en esa cadencia una tristeza genuina, auténtica, no una pose, no una consecuencia de la moda, no una afectación. Foto: Archivo El Litoral.

Estanislao Giménez Corte

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I

Entre tantísimos otros, y desde tiempos inmemoriales, dos lugares comunes vuelcan su peso de cosa muy dicha, pero leve en su argumento, sobre la idea de arte. Estos suelen generar, en la propia cansada repetición de la voz que los dice, una suerte de corteza de juicios previos, volátiles, no correspondidos con certeza alguna, pero siempre difundidos a los cuatro vientos, como una verdad empuñada y mostrada pero de frágiles bases.

Uno, el primero de ellos, está representado por aquella lejana noción a propósito de que la inteligencia y la sensibilidad artística se deciden ideológicamente. Sintetizada, ésta supone, por motivos que alguna vez habremos de desentrañar, que el arte está en los sujetos que se definen como de izquierda o progresistas. Se entiende, suele pensarse, se asegura, que un hombre o mujer “de derechas” puede dedicarse a las artes y hacer de ello una afición o un trabajo pero, asimismo, se dice, se repite, se escucha, que el conservadurismo innato de este posicionamiento ideológico atenta naturalmente contra la idea de plasmar en ese arte una innovación, una renovación, una novedad, un hallazgo, cualquiera fuese éste. O, en todo caso, se sospecha, arte y derecha van por sendas contrapuestas o son términos que se autoexcluyen. Esto, por supuesto, ha sido desmentido una y otra vez por la cosa concreta de lo que sucede, pero aún así persiste su halo entre doctos señores y advenedizos. Pensemos, por caso, rápidamente, en Céline y su “Viaje al fin de la noche”; o en el mismo Vargas Llosa, tan duramente castigado en los últimos tiempos. Pensemos, también, en los muchos acomodados y aristócratas que, apoltronados en cómodos sillones, integrados a las comodidades burguesas y a los vicios de clase, fueron sin embargo revolucionarios en su propio ejercicio artístico: revolucionarios de revoluciones que prescinden del gesto y de la pose y se sitúan bien dentro de la arquitectura misma del arte que vienen a demoler. Como si se nos dijera: la revolución que un artista puede ejecutar no está en sus declaraciones, políticamente incorrectas o no; ni en un look pretendidamente revulsivo u original; ni en prácticas y costumbres afines al malditismo; ni en la locura o en las drogas; ni en una vida que corteja el abismo o que se muestra como si; sino en otro lado, dentro del propio arte, dentro del propio sujeto, no en la exhibición gestual y corporal, más útil a la propaganda que a la creación.

Se me dirá que la obra es una consecuencia de la propia vida -o que una y otra son inescindibles-; se me dirá que un espíritu temerario se corresponde con una búsqueda acorde. Es una discusión abierta y fascinante. Pese a lo que sostenemos, aquel juicio previo tiene a su favor cierto apego a la norma estadística: puede decirse, sí, que una mayoría importante de los artistas se identifica más bien con una izquierda o centro izquierda y que, en tanto que el arte supone una pequeña o gran modificación del status quo y las cosas establecidas, se entiende que ello no sucederá en los sujetos más conservadores, defensores de la norma y temerosos del cambio y la inadecuación. Primer lugar común, entonces, el arte es de izquierda.

II

Hay uno segundo, tanto o más recurrente que aquél. Uno segundo que se puede decir así: el arte es triste. O más bien, el arte trabaja con y sobre la tristeza. O: el arte necesita de la desesperación. Un estado pletórico, de optimismo, de fiesta, de celebración, sirve, se entiende a grandes rasgos, para el entretenimiento, para las misas paganas, para el delirio colectivo, para la excitación de la muchedumbre, pero no para el gran arte. El gran arte, el arte en serio, se piensa, se supone, se sospecha, hunde las manos en lo profundo y expresa la tristeza que de allí extrae. Los ejemplos se podrían contar por miles. Puede especularse con que todo esto viene de la división entre tragedia y comedia planteada por Aristóteles en la “Poética”, distinción que trabaja desde ya la división entre las formas y las consecuencias de las formas a la hora de contar las cosas. Una de ellas más proclive, por decirlo así, a la elevación del espíritu y la reflexión; la otra, más emparentada con el solaz momentáneo y la relajación.

Algunos recordarán el famoso título que Thomas De Quincey dio a una de sus obras: “El asesinato considerado como una de las bellas artes” (1827). Leído como un trabajo de humor negro, hay quienes lo vinculan, por su tesitura y su costado intimidatorio o violento, con aquella otra famosa propuesta de Jonathan Swift sobre los niños. De allí, con todo, podemos pensar esto: el modo en que algo terrible y doloroso puede transformarse en un hecho estético. Hay, claro, una gigantesca tradición catártica que traza la parábola que va del dolor al canto; que trabaja la tristeza con objeto de moldearla en acto, aquélla como combustión de una pieza artística; que aborda las múltiples formas en que ese proceso, digamos alquímico, cristaliza un sentimiento o una emoción “en algo” (me tienta decir, aún a costa de cursilería: el modo en que el plomo de la tristeza se transforma en el oro de la tristeza contada).

III

Amy Winehouse, joven cantante británica, murió en 2011. Hay en sus canciones una atmósfera general (unas letras, una voz, una luz o una falta de luz), característica de géneros como el rithm & blues y el soul, que suma partes a un todo que se desprende de su nombre: hay allí, en ella, por sobre todas las cosas, una estética, una descripción o narración de la tristeza. Lógicamente ello viene del blues, pero podríamos decir, también, del arte en general. Acaso la relación más fuerte que se puede establecer entre Winehouse y otra artista nos remite a Janis Joplin (muchos cronistas y entendidos en la materia lo han hecho). La coincidencia de una muerte joven, empero, no es nada comparada con el sino trágico de sus obras y con el tronco común que las une. ¿Qué dicen, con todo su cuerpo?: que están solas, que es tarde; que han sido abandonadas, dolorosamente; que el objeto amado ha partido con otra amante. Cientos de años de poesía y música giran en torno a estos pocos tópicos. Pero ellas han hecho de eso su rasgo de identificación. Qué decir del tango, qué decir de la poesía en general, entonces.

Cuanto más cercana es la relación entre artista y obra, cuanto más autobiográfica es la obra del artista, esa tristeza será, cada vez más, cosa carnal y no mero relato. Más veces catarsis terapéutica que narración o impostura. En los casos de Joplin y de Winehouse, pareciera ser que ese canto desesperado no podría tener otro epílogo: una muerte en sintonía con la obra, como si la propia obra arrastrara en sí o forjara aquél final. Más aún, lo que se escucha en ellas, y creemos que se esparce en sus admiradores, es que hay en esa cadencia una tristeza genuina, auténtica, no una pose, no una consecuencia de la moda, no una afectación. Hay una tristeza que se cree y que de algún modo sentimos gravitar. Una cosa real que duele y que las artistas tratan de quitarse del cuerpo, cantándolo.

Con o contra su voluntad, en algunos casos a costa de sus propias existencias, muchos artistas han forjado, quizás porque no podían sino hacer lo que eran, una estética de la tristeza, una estética del desencanto, del adiós. Fueron cultores de algo que muchos denominan belleza trágica. La resonancia áspera y despojada que despiden las canciones de Joplin y Winehouse toman por asalto los ambientes y sumergen al escucha en una intimidante introspección. A menudo el descenso es muy fuerte; a veces es mejor salir rápidamente de allí.

El arte supone una pequeña o gran modificación del status quo y las cosas establecidas, se entiende que ello no sucederá en los sujetos más conservadores. Primer lugar común: el arte es de izquierda.


Hay otro que se puede decir así: el arte es triste. El gran arte, el arte en serio, se piensa, se supone, se sospecha, hunde las manos en lo profundo y expresa la tristeza que de allí extrae.