¿Mejor la enfermedad que la obra social?

Romina Gelmi envió una carta a nuestra dirección comentando la situación vivida con su padre hace unos meses, que sintetizamos a continuación:

“Lo que contaré es una situación en la que más de uno se reconocerá pero que -pese a ser común- no deja de ser indignante. Mi padre desarrolló un tumor cancerígeno que, después de varios estudios, análisis y vaivenes administrativos, se reveló imposible de tratar en la localidad donde vivo (Olavarría, provincia de Buenos Aires). Su situación era muy delicada, al punto de que le resultaba imposible caminar cinco minutos sin sentir dolores muy fuertes. Comenzaron los problemas que le dan origen a este escrito: la derivación a un centro médico de Capital Federal demoró trece días que, para su condición, fue demasiado tiempo.

En el centro médico, el especialista con el cual la obra social reservó el turno advirtió que no podía hacerse cargo del paciente, ya que por su enfermedad debía ser atendido por otro especialista. Luego de repetidos llamados, acordé ir al día siguiente a la obra social a hablar sobre la situación. Se comprometieron en darnos a mi papá y a mí una habitación en su hotel, durante el tiempo necesario.

Pero llegamos a dicho hospedaje y las reservas no estaban hechas. Eran las 21, mi padre estaba muy dolorido y teníamos un completo desconocimiento de esa ciudad. Es imposible describir la sensación de abandono e impotencia que experimentamos. Nos trasladaron a otro hotel.

Hablando con la administrativa del centro de salud recibí respuestas tales como: “Mira, veo qué puedo hacer, si no vas a tener que esperar hasta el viernes”. Era martes, qué hacíamos durante esos días, o “de todas maneras, si el médico que lo vio, no lo internó hasta ahora es porque no debe ser tan urgente”.

Luego me dijo que tenía que esperar a otro doctor, que era quien llevaría el caso. Pero después me comunicaron que habían conseguido turno con una especialista en un hospital. Con mucha alegría y a raíz de los nervios rompí en llanto y les agradecí.

Cuando concurrimos al turno nos habían informado mal el consultorio y la complejidad del lugar llevó a que debiésemos caminar más de lo que mi padre soportaba. Luego de ser atendidos, la especialista diseñó un plan de internación en un sanatorio. Llegados al lugar, más desordenes burocráticos: fuimos atendidos mucho más tarde, nos comunicaron que no había camas para la internación (con los días nos enteramos que había pero el problema era con la obra social) y nos trasladaron a una clínica con especialidad en Traumatología, a pesar de que mi padre es un paciente de alta complejidad oncológica.

Las incoherencias no finalizaron allí sino que comenzaron. El nivel de desinterés, incompetencia o -tal vez- de mala predisposición provocó continuos problemas: médicos que solicitaban varias veces el mismo examen por no comunicarse entre ellos, irregularidades con la comida por no dejar constancias escritas, errores en la medicación por no leer lo expuesto por los especialistas, cambios constantes de los especialistas responsables, demoras en los inicios de un tratamiento, entre otros.

Llegó hasta tal punto la situación que la obra social nos decía que nos teníamos que comunicar con el especialista porque ellos no podían, cuando debe asumir la responsabilidad de estas situaciones. Es sencillo imaginar los efectos que estas acciones de la obra social tuvieron en nosotros: frustración, impotencia, mal humor, desesperanza y -en el caso de mi padre- un gran debilitamiento.

Finalmente, llegó el día de comenzar el tratamiento, dos semanas después de llegar a Capital. Lamentablemente, la situación era irreparable. Mi padre falleció de un ataque cardíaco horas después de la primera quimioterapia. Fue algo lamentable, al igual que el lugar donde estaba, que incluso los intentos de salvarlo fueron en vano, no por la disposición de las enfermeras o médicos sino por los medios con que contaban.

Ya pasaron seis meses, la ausencia sigue siendo tan grande como al comienzo y el dolor no desaparece. A los cuatro meses pretendimos hablar -infructuosamente- con la persona que llevaba adelante el caso de mi padre en la obra social porque buscábamos explicaciones sobre lo que nos tocó atravesar.

Durante todo el proceso jamás brindaron soluciones rápidas ni eficientes ni ofrecieron la posibilidad de recibir explicaciones. Escribí esto como una manera de liberar un dolor, un dolor insuperable e imperecedero, el dolor de una pérdida irreparable, el de la muerte de un padre”.

Fatalidad mezclada con indolencia

* Por Atilio Veronelli, actor (Especial para Nosotros)

“El 10 de septiembre de 2011, mi hijo Carlos volvía a casa después de un cumpleaños con quien el creía era un amigo. En moto. Sin casco. Por alguna razón él, que iba sentado detrás de quien conducía, cayó y se golpeó la cabeza. Traumatismo de cráneo con pérdida de conocimiento. El amigo usaba una moto sin seguro e iba también sin casco. Más que por mi hijo, temió por los posibles problemas legales que podría tener y, en lugar de empezar a los gritos y pedir ayuda, lo abandonó, escondió la moto (según testimonio de testigos en la causa) y consiguió un casco que ‘plantó’ en la escena, (según testimonio de los policías). Cuando finalmente apareció la policía (que fue llamada por un vecino), el personal policial alertó al SAME (servicio de emergencias de Buenos Aires) y en algún momento entre las 5 y 6 de la mañana, una ambulancia trasladó a mi hijo hasta un hospital. Sabiendo que quien había llegado a la guardia había sufrido un golpe en la cabeza, lo inmediato hubiera sido realizarle una tomografía. Pero allí no hay tomógrafo. Así que se decidió su traslado. Lo que no fue inmediato: primero hicieron ir a mi hija (en la moto y acompañada por el ‘amigo’ de mi hijo y una vez más sin casco) a buscar la credencial de la obra social y el documento de identidad. En un primer viaje, mi hija buscó la mencionada credencial del hospital y la cédula de identidad. La mandaron de vuelta: el trámite requería del DNI.

Otra vez mi hija fue del hospital a casa, (en la moto, sin casco) y esta vez sí trajo el DNI. Entre la 1 y las 2 de la tarde mi hijo (a quien se le efectuó solo una placa radiográfica) fue finalmente trasladado un instituto de mayor complejidad. Allí estuvo esperando que se le practicara la tomografía hasta las 23.30. Recién sobre la medianoche mi hijo fue diagnosticado, con pronóstico reservado. Y pese a que durante los 10 días que permaneció internado, parecía, según los médicos, evolucionar favorablemente, el 18 de septiembre, luego de una intervención quirúrgica, padeció la denominada ‘muerte cerebral para -finalmente- fallecer como consecuencia de un paro cardíaco, el 21 de septiembre.

En resumen: mi hijo se golpeó la cabeza a las 5 de la mañana, y se le hizo una tomografía a las 11 y media de la noche, 18 horas y media después. Permaneció 18 horas sin diagnóstico, las que -al decir de los propios médicos- son decisivas para el paciente, horas que pueden hacer la diferencia entre la vida y la muerte.

Mi hijo se fue, con solo 18 años. Me lo sacaron, me lo arrancaron, obrando juntas la fatalidad de los acontecimientos y la indolencia del personal médico de dos hospitales. Yo no paro de llorar y mi vida es sólo una sombra de lo que era, y de lo que podría haber sido. Y lo mismo le pasa a cada uno de los miembros de mi familia. Los médicos intervinientes seguramente ya deben haberse olvidado de todo.

Yo viviré para hacérselos recordar eternamente”.