Totalitarismo, democracia y legalidad

Luis Guillermo Blanco

En 1938, aludiendo a la decadencia que endilgó a los gobiernos democráticos de su época, Joseph Goebbels escribió que “la Constitución juega sólo un rol subordinado en la práctica policial democrática moderna. Las democracias por lo general suelen no andar con demasiados miramientos respecto de sus propias leyes escritas”. “La Constitución existe en sus derechos sólo para los que la han inventado y en sus obligaciones sólo contra aquellos para los cuales fue inventada”. Siendo obvio que, con este discurso, más que criticar a tales Constituciones y gobiernos democráticos, Goebbels pretendió favorecer, velada y estratégicamente, a la ideología y al desarrollo del partido nazi, pues como el mismo también lo afirmó, “el Movimiento Nacionalsocialista, como ningún otro partido, está orientado hacia la idea del conductor. En él, el conductor y su autoridad son todo”. Por supuesto, ese líder no era otro que Adolfo Hitler. Y, como se sabe, “su autoridad”, cuando emergió el Tercer Reich, no fue otra que la práctica de un despótico totalitarismo.

Esto último no debió haber sido novedad para nadie, pues el propio Hitler había dicho en 1924 que “más probable es que un camello se deslice por el ojo de una aguja y no que un gran hombre resulte descubierto por virtud de una elección popular”. Agregando que, en oposición al parlamentarismo democrático de su tiempo, “está la genuina democracia germánica de la libre elección del Führer que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos”. Dictatorialmente, claro está. Dado que, a su entender, “la masa se inclina más fácilmente hacia el que domina que hacia el que implora, y se siente íntimamente más satisfecha con una doctrina intransigente que no admita paralelo que con el goce de una libertad que generalmente de poco le sirve”.

Ideología de la cual Benito Mussolini fue fiel discípulo: “Nuestra fórmula es ésta: Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. “El Estado Fascista organiza la Nación, pero deja después al individuo margen suficiente, limita las libertades inútiles o nocivas y conserva las esenciales. En este punto, el juez no puede ser el individuo, sino solamente el Estado”. O sea que, para ellos, las libertades y derechos de los ciudadanos eran sólo las que el Estado antojadizamente gustaba permitirles.

Tampoco es novedad el uso de la propaganda política empleado por el partido nazi para llegar al poder, según lo propuso Goebbels: “La propaganda en sí no tiene un método fundamental propio. Sólo tiene una meta, y en verdad este objetivo se llama en política siempre: conquista de la masa. Todo medio que sirve a este objetivo es bueno”. Ni el desprecio que profesó Hitler por la capacidad del pueblo: “Toda acción de propaganda tiene que ser necesariamente popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad receptiva del más limitado de aquellos a los cuales está destinada”. “La capacidad receptiva de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su capacidad de comprensión; en cambio, es enorme su falta de memoria”. Ni la estricta vigilancia y censura estatal de los medios de prensa, con más las obligadas publicaciones favorables al III Reich. Dado que, según Hitler, “rigurosamente y sin contemplaciones, el Estado tiene que asegurarse de ese poderoso medio de la educación popular y ponerlo al servicio de la nación” (El Litoral, 24/5/2008). Aún recurriendo, eventual o sistemáticamente, a la mentira: ‘Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad‘. ‘Mentir, mentir, mentir... algo siempre queda’ (Goebbels).

Responsabilidad aquella de la que hablaba Hitler que, en definitiva, se tradujo en su suicidio (30/4/1945), en las sentencias dictadas por el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg (1945/1946), y en la ejecución del Duce (28/4/1945).

Esto es historia pasada. Pero creemos que cuando alguno de los órganos de un gobierno constitucionalmente electo de cualquier república democrática se conduce, en mayor o menor grado, adoptando temperamentos similares a los pregonados y aplicados por Goebbels, Hitler y Mussolini (en particular, cuando dicta actos administrativos o legislativos arbitrarios o inconstitucionales, conculcando derechos fundamentales), obrando así “de facto” (El Litoral, 20/5/2012), no hace otra cosa que responder a dicha ideología. Lo cual repugna a la ética republicana.

¿Qué hacer ante ello? Recordando que “quien para gobernar necesita controlarlo todo, sólo está demostrando sus inseguridades” (José Curiotto, El Litoral, 14/5/2012) y sin perjuicio de compartir una opinión de Voltaire (“Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado.”) y otra de Abraham Lincoln (“Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.”), no olvidar que “la defensa del derecho violado contra el arbitrio y la ilegalidad es un deber” (Rodolfo von Ihering). Y ponerla en práctica. Para eso están los Tribunales. Porque “la democracia exige que los derechos políticos y de las minorías se resguarden” (Nelson Mandela). Más precisamente, que todo derecho sea resguardado.