Río + 20: El futuro que queremos, ¿realmente lo queremos?

Río + 20: El futuro que queremos, ¿realmente lo queremos?

Alejandro Larriera (*)

Finalmente se arribó a un acuerdo que pudieron firmar todos los países participantes de la diluida ECO Río + 20. Luego del prometedor inicio de Estocolmo 72, que dio el puntapié inicial a la preocupación ambiental, poniéndola al menos en las agendas teóricas, y de ese posterior baño de candorosa esperanza de la Eco Río 92, hay que reconocer que se esperaba mucho más de esta nueva cumbre de la tierra. Claro está, el problema es que en gran medida los diferentes sectores, esperaban también cosas marcadamente diferentes.

Creo que tanto a Estocolmo 72 como a Río 92, se les debe más por el hecho de existir que por los aportes genuinos conseguidos, teniendo un contenido mucho más rico en expresiones de deseos que en concreciones. Por supuesto que alguno puede decir que sin estas cumbres, expresiones reflexivas y propositivas de la preocupación que los seres humanos sentimos por lo que como tales hacemos -o deshacemos-, la cosa estaría mucho peor. Seguramente sería así, no ya porque haya que reconocerles efectos concretos, sino por su significado elemental, esto es, reconocemos que el problema existe, y también, como especie, pretendemos aportar soluciones. El problema está en que para cada quién las estrategias parecen ser diferentes, y así es difícil alcanzar resultados decentes y concretos.

Desde hace ya varias reuniones preparatorias para la Río +20, se venía hablando de lo que parecía ser el leitmotiv para esta cumbre: ‘La Economía Verde’, con el agregado de un organismo supranacional encargado de ejercer el control del cumplimiento de las normativas en términos de protección ambiental y aunque tangencialmente, en la utilización del parámetro de “huella ecológica” de cada una de las actividades que desarrollamos. Para hacer una traducción sencilla, se trata de un sistema de certificación internacional con el objeto de “etiquetar” la producción de bienes y servicios de cada país, de acuerdo a su huella de carbono o afectación ambiental. Aquellos productos y servicios teóricamente más dañinos, sufrirían restricciones crecientes para ingresar a otros países con lo que se pretendía ir premiando a las producciones “limpias” en detrimento de las “sucias”.

Esta propuesta ha sido impulsada básicamente por los países más desarrollados, e indirectamente, por los grupos económicos y de poder que hasta ahora parecen seguir conduciendo los destinos de la humanidad, y tengo que reconocer que en primera instancia cuesta un poco sustraerse a la tentación de decir que esa estrategia podría ser lo que el planeta necesita, aunque un análisis un tanto más realista nos permite ver también los defectos, cuando no las trampas que esto contiene.

Una de las primeras cuestiones que surge de esta fallida propuesta es que en líneas generales esa “certificación” o control de limpieza ambiental, sería ejecutada justamente por quienes en gran medida originaron los problemas que hoy tenemos, y que además de beneficiarse de esa producción barata y desaprensiva iniciada con la revolución industrial, ahora nos vienen a decir qué hacer y cómo hacerlo. Habría que ver si en este caso también, tal y como ocurre en el Consejo de Seguridad de la ONU, en este organismo supranacional, las grandes potencias también se reservarían el derecho al veto. Sin dejar de mencionar, además, que habilitaba a que hubiera que pagar un canon por los servicios ambientales utilizados o afectados. Claro que como no hay ninguna cuenta bancaria en la cual depositarle a la naturaleza este dinero, ese monto debería ir directamente al organismo supranacional, quedando sometido en el mejor de los casos a su discrecionalidad.

En este contexto también debe mencionarse que quienes tendrían más poder de control, son los que hace veinte años se comprometieron a brindar grandes financiamientos que nunca llegaron. Y que, entre otras cosas, hablaron de la panacea de los mercados de carbono, que no llegaron ni a fiasco. Son también ellos quienes últimamente no dudan en juntar repugnantes sumas de dinero para auxiliar a los bancos, pero no se ponen nunca de acuerdo para aportar las migajas que los objetivos del Desarrollo Sustentable necesitan.

Así las cosas, ya desde antes del comienzo de esta devaluada cumbre se podía ver que el otrora sumiso hemisferio sur, no estaba dispuesto a firmar otro cheque en blanco en contra de sus propios intereses de desarrollo. El grupo de los 77 más China, en el que están incluidos la mayoría de los países en desarrollo -entre ellos la Argentina, Brasil y obviamente China-, es el que lideró la contracorriente, destinada más que a construir, a desactivar la propuesta de la Economía Verde y su sistema de premios y castigos, a partir de la genuina convicción de que a nuestros países les tocarían muchos más de los segundos que de los primeros.

A ritmo febril, y con activa participación más de brasileños que de especialistas internacionales, se llegó a un documento final un tanto insípido, que al igual que el original se titula: “El futuro que queremos”, y que si bien incluye el tema de la “Economía Verde”, lo vacía de su primigenia capacidad para certificar, y en definitiva no hace más que patear la pelota para adelante, no solo en éste, sino en casi todos los temas de preocupación. Por supuesto que muchas ONG’s, incluso nacionales, pusieron el grito en el cielo por el fracaso del documento original, aunque me resulta difícil pensar que hayan hecho un análisis profundo de los efectos que esas propuestas tendrían sobre la gente común si se aceptara llevarlas a práctica.

Repasando mis sensaciones y haciendo un contraste entre lo que esperaba o deseaba, y lo que finalmente se obtuvo, tengo que decir que la conclusión no es muy diferente a la que alcanzo cuando analizo cualquier cuestión relativa a la humanidad en estos tiempos que corren. Más que el bien común, la principal motivación parece seguir siendo la defensa de los intereses sectoriales, tanto geográficos como corporativos. Los poderosos, más dispuestos a diluir sus responsabilidades -que deberían ser diferenciadas-, aparecen buscando socios pobres que paguen ahora lo que ellos no pagaron en su momento, ni de hecho pagan ahora. Entre tanto nosotros, el sur económico por autodefinirnos de alguna manera, planteamos nuestras diferencias. Y si bien no estamos dispuestos a permitir que se nos sigan vendiendo espejitos de colores vacíos de propuestas concretas, este acuerdo final que ahora se presenta como un triunfo del Grupo de los 77, es mucho más una “no propuesta”‘ que otra cosa. Y si bien permite que la expresión “Desarrollo Sustentable” siga hoy teniendo más valor que la de “Economía Verde”, también deja todo en suspenso, como si el tiempo fuera algo que nos sobra.

(*) Comisión de Supervivencia de Especies

CSG/SSC/IUCN