A PROPÓSITO DE LA PELÍCULA “MISHIMA” (1985), DE P. SCHRADER (*)

Lo que Mishima cuenta o una parábola

Estanislao Giménez Corte

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“Ahí está ese rostro tenso, casi obstinado, en donde aflora, sin embargo, una sensibilidad algo enfermiza (...) el hombre que quiso occidentalizarse y pertenecer a su tiempo, para después volver violentamente con su muerte a las tradiciones de su raza”. Marguerite Yourcenar, “La casa del gran escritor”

“Mishima”, la película de Paul Schrader (1985), puede pensarse como el esfuerzo notable del director por representar, en una suerte de ejercicio en proceso, unas ciertas correspondencias a propósito de lo que el propio Mishima hombre, arriesgamos, entrevió: la sucesión, no la contradicción, entre vida y arte; el desenlace urgente que la pretensión de unificarlas conlleva.

Entre los diversos abordajes posibles sobre la obra, optamos por privilegiar el esbozo de una opinión que deviene de una sola pregunta: ¿qué viene a contar la película? La respuesta que proponemos puede decirse así:

-“Mishima” trata de contar ‘todo’ -la vida de un hombre, su reflejo autobiográfico en las escenas de sus novelas, una época- a través de diferentes relatos intercalados y claramente identificables en su forma: uno en blanco y negro (la vida); otro teatralizado (las obras de ficción que la representan); otro concatenado por un monólogo interior, etc.

-“Mishima”, según opta el director, primero y antes que nada, cuenta la vida de un hombre, no la historia ni la biografía de un escritor.

-“Mishima” cuenta una parábola. Pero no como figura retórica incluida en un discurso, como podría decirse de las alocuciones de Cristo. Esto es, la elaboración de un relato de carácter más o menos ficcional con el objeto de introducir a través de él alguna enseñanza o moraleja. Y tampoco pensamos en el concepto matemático de parábola, que incluye ciertas especificaciones de la propia disciplina, áridas a nuestra inteligencia. Pensamos, más precisamente, en la noción de movimiento parabólico, como el que hace una pelota de tenis al picar sobre una superficie. Movimiento que describe o dibuja, a medida que la pelota es vencida por la gravedad, una suerte de “m” minúscula, que va desfalleciendo conforme la fuerza del impacto decae. La trayectoria de una pelota que rebota (entre el pique, el movimiento en sí y el pique siguiente) define una sucesión de parábolas que dibujan arcos. Hay, entonces, en el film, un cierto proceso, o pasaje, o deslizamiento, que se da en tres instancias particulares (la base de la “m”). Ese movimiento es el que se da entre el Mishima niño (instancia que llamaremos ‘el arte como refugio’), el Mishima exitoso (‘el arte como celebración y satisfacción’) y el Mishima suicida (‘el arte como condena’). La película, insistimos, no es la biografía del escritor, es la historia de un hombre. No abunda en cómo ese autor escribe, ni qué características tiene su obra (sólo sabemos que está montada, como tantas, sobre experiencias propias), ni cuáles eran sus métodos o procedimientos a la hora de escribir (sólo sabemos que volvía a su escritorio cada medianoche), ni cuáles eran sus influencias occidentales u orientales (sólo sabemos que admiraba a Thomas Mann). La naturaleza del Mishima autor se trata tangencial o lateralmente. La parábola, puede postularse, va de la introspección brutal del niño atormentado por no salir “al afuera”, a una resolución posible a través del arte. En esa salida le va la vida a Mishima, como a aquel Capote que escribe en el prólogo a “Música para camaleones”: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Don y condena, pareciese, no pueden ser escindidos, como arte y vida tampoco. Alguien podría decirnos, con total razón, que en la historia del arte se cuentan por cientos de miles las historias que, recurrentemente, muestran al niño sensible e incómodo con el exterior que halla dentro de sí un talento inusual que, antes o después, explota y lo urge a salir. Una suerte de liberación por el arte, pero en cuyo proceso está, al final del trazo, una colisión con su propio fin, como si pensásemos que la perfección en el cultivo de un arte y la profundización del talento en la ejecución de unas facultades creativas, no pudiese tener otro corolario que no sea un final anticipado, o trágico, o inesperado, o todo ello junto. La parábola, finalmente, se dibuja entre el Mishima que no puede salir al mundo y el que se mata, teatralmente, en público y de frente a todos. Algo como una catarsis aristotélica, pero no como ejecución de un acto artístico, sino como acto sobre la propia vida.

-“Mishima” cuenta, además, una contradicción. Contradicción que es interesante pensar desde Occidente: la que se da entre lo que podemos llamar el caos de la inspiración y la armonía de la forma. Se presenta una otra lógica respecto de las visiones propias (quizás excesivamente Románticas) sobre el arte. Ahí están las preocupaciones de Mishima por la belleza y cuerpo, sus rituales de aseo y vestimenta, su consideración por el orden, la formación de una milicia. Todas categorías que usualmente nosotros no identificamos con la dinámica propia del arte, pero que quizás en Japón sí. Esta tensión, que podemos ilustrar con las nociones establecidas por Nietzsche entre lo dionisíaco y lo apolíneo (la tensión entre la “embriaguez” del hallazgo y la necesidad racional de darle a ello una forma inteligible) altera nuestros propios juicios previos sobre lo que es o debe ser un artista, a quien vemos vinculado al mundo de lo sensible y no, por caso, a la organización militar. Mishima refuta de alguna manera eso.

-“Mishima” cuenta la profundización de esa disyuntiva vida (mundo) y arte (palabras) y cómo la propia personalidad del escritor va siendo forjada, a golpes de experiencia, en la sucesión de una serie de infortunios y sufrimientos que lo van fortaleciendo: la pretensión de ser una celebridad, la consideración de que en la vida el propio protagonista lleva una máscara y que desarrolla un papel, la desesperación por la decadencia del cuerpo y la asunción de su propia sexualidad. La noción, finalmente, de que belleza y ética deberían ser una misma cosa (una obra de arte hermosa y ser uno mismo hermoso es la misma cosa, dice).

-“Mishima” cuenta el epílogo planificado enfermizamente, escandalosamente, alevoso en su ostentación. Nada basta, pareciera pensar el propio Mishima: ni una obra brillante, ni un cuerpo hermoso, ni la fidelidad que le dispensan sus milicianos, porque a cada cosa obtenida se crea la tensión hacia lo otro: hay algo más, pareciera decirse.

Podemos preguntarnos, con todo, si el suicidio como último acto artístico, pero con unas demandas conservadoras (que el emperador recupere su lugar), encuentra su verdadera causa en el reclamo político o en el propio proceso interno del sujeto, en el fin de la parábola. La pretendida armonía de la espada y la pluma no tiene otra resolución, pero el origen de ello, creemos, no está tanto en la preocupación por su país como en su propio drama intestino. Arte y acción, dice Mishima, van unidos. Cientos de cientos de casos hay, en la historia, de artistas que, por motivos más o menos similares, planificaron y ejecutaron una suerte de arquitectura de la huida: por muerte (Pizarnik), por locura (Artaud), por invisibilidad de la vida pública (Salinger), por abandono (Rimbaud), por misantropía, encierro, cansancio, tristeza. La necesidad de abollar, minimizar, acotar la aparente distancia, la disociación, el desfasaje vida/obra. La pretensión de un equilibrio o sintonía o correspondencia perfecta, imposible de por sí, pero existente como deseo, lleva al hombre a un abismo elegido, violento pero organizado, terrible pero reflexionado. El acto de Mishima es, de alguna forma, una respuesta a eso: a que la obra no se vaya de él. Pero dice también otra cosa: el terror a perder el control y el ansia de decidirlo todo, hasta la muerte adecuada a la mitología del escritor.

(*) parte de este texto integró la exposición del autor en el marco del ciclo “Psicoanálisis y Cine” (15 de junio, Foro UNL)

Yokio Mishima. En su película, Paul Schrader, cuenta la vida de un hombre, no la historia ni la biografía de un escritor. Cuenta una parábola: la del movimiento que se da entre el Mishima niño, el Mishima exitoso y el Mishima suicida. Foto: Archivo El Litoral

Lo que Mishima cuenta o una parábola