EDITORIAL

El Estado de Derecho y el destierro de la violencia

A nadie le llamó demasiado la atención que los exdictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone fueran condenados a largos años de prisión por el apoderamiento de bebés nacidos en cautiverio durante la llamada “guerra sucia”. Las condenas tienen por sobre todas las cosas un valor simbólico, ya que a nadie se le ocurre, por ejemplo, que Videla con sus ochenta y siete años vaya a estar todo ese tiempo entre rejas.

Desde esa perspectiva, la primera conclusión a la que se puede arribar, es que la sociedad argentina condena prácticas que legitimaban la violencia en nombre de determinados ideales o intereses políticos. ¿Es así? ¿Efectivamente la sociedad argentina ha madurado y ha decidido condenar a la violencia en todas sus manifestaciones, como un hábito aberrante de sociedades salvajes?

Va de suyo que sería deseable que así sea. Que la sociedad verdaderamente haya superado aquello que el presidente Alfonsín en su momento calificara de “colapso moral” de una nación, para referirse a una sociedad cuyos integrantes con fe de fanáticos celebraban la muerte de sus adversarios en nombre de los más diferentes ideales.

Por desgracia, hay motivos para sospechar que la lección no ha sido aprendida o, por lo menos, no se ha asimilado como corresponde. La condena de Videla y sus cómplices es justa, siempre y cuando la condena se extienda a toda la violencia que impregnó con su lógica la década de los setenta. Mientras desde algunos sectores de la sociedad o del gobierno se siga considerando que hubo criminales buenos y criminales malos, o se pretenda justificar el crimen en nombre de ideales políticos supuestamente justicieros, tarde o temprano nos enfrentaremos al riesgo de que las pesadillas del pasado retornen con su carga de violencia, nihilismo y muerte.

En todo caso, lo que sí debería ser una prioridad nacional, es asegurar desde el presente y hacia el futuro la permanente vigencia del estado de derecho, respetando el principio de división de poderes, fortaleciendo el funcionamiento de las instituciones y garantizando para todos las libertades civiles y políticas. Las lecciones del pasado, en ese sentido, son insoslayables: si los argentinos hubiéramos respetado las reglas de juego de una democracia republicana, la tragedia que nos envolvió a todos podría haberse evitado o reducido a su mínima expresión.

A nadie se le escapa, por lo tanto, que la clase dirigente tiene en esta coyuntura una responsabilidad de primer nivel para garantizar una genuina política de derechos humanos. Particular responsabilidad le corresponde al oficialismo, poniendo límites a su tendencia a idealizar el pasado. No hay aprendizaje social verdadero si desde la sociedad o desde el poder, se deja abierta la posibilidad de que las soluciones políticas de la Nación exigen el extermino de un sector de la sociedad.