Soledades

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Soledad no significa aislamiento. La soledad inherente al ser humano es ese espacio despojado de distracciones, que no es fácil lograr, porque estamos expuestos a cualquier distracción y fuga. Foto: Archivo El Litoral

Por María Teresa Rearte

 

El tema del hombre permite diferentes lecturas. La que aquí propongo es la lectura de su soledad. La literatura psicológica tanto como la reflexión refieren que el devenir humano muestra una primera experiencia de separación y soledad, la del nacer. Conscientes de ese desgarramiento, las madres anhelan restablecer pronto el contacto con el hijo, luego del nacimiento.

Incluso la Biblia deja ver, en los orígenes, que el hombre fue expulsado del paraíso. Irremisiblemente. Y los Evangelios relatan que Jesús murió gritando su soledad al Padre; pero también su amor y su confianza. Por su parte, la literatura ha expresado la angustia de la soledad, desde diferentes perspectivas. Octavio Paz, por ejemplo, en El laberinto de la soledad, alude a la “nostalgia y búsqueda de comunión”.

A la vez, sabemos con certeza que la vida acabará con otra separación: la muerte. Todo lo cual pone de manifiesto que la experiencia de la soledad es constitutiva de la condición humana. Se podrá decir que no todo en la vida es soledad. Es verdad, porque la experiencia también nos remite a momentos y estados de plenitud, en los que con júbilo experimentamos la comunión. Lo podemos apreciar en el vínculo de la madre con el hijo. En el enamoramiento, sobre el cual Francisco Luis Bernárdez dice en un bello poema: “Estar enamorado es sospechar que, para siempre, la soledad de nuestra sombra está vencida”.

La poesía ha tenido en la Biblia la posibilidad de manifestar la integración factual de Dios y el hombre. Y mostrar cómo este último, puede —por su capacidad de amar— alcanzar momentos de lúcida comunión. Es lo que se puede encontrar en Unamuno, cuando en su poema “Hermosura” exclama: “¡Hermosura! ¡Hermosura! Descanso de las almas doloridas, / enfermas de querer sin esperanza./ Santa Hermosura, / solución del Enigma./ Tú matarás la Esfinge, / Tú reposas en ti sin más cimiento./ Gloria de Dios te bastas”.

Cualquiera haya sido, o sea, nuestra vocación en la vida, llevamos sobre nosotros mismos el peso de una primordial soledad. La de un espacio recóndito e íntimo, reservado sólo para Dios. Ser conscientes de esto es tarea ardua, en medio de multitudes y estridencias tan diversas. Sin embargo, en ese abismo de nuestro ser profundo, desnudo, experimentamos también las defecciones de lo humano. Cuando aún amando y recibiendo amor, comprendemos que esa humana compañía también tiene sus límites. Que los hijos en algún momento se van, como parte de su propia y personal realización. Que aun aquellas personas que admiramos tienen carencias y defectos. Y que la misma condición humana —progresivamente— puede tomarse limitante, como lo fue para el escritor Jorge Luis Borges la ceguera, pesada herencia de varias generaciones de Borges.

El cual, en sus cavilaciones parece empeñado en poetizar con lo que le falta al hombre, más que acerca de lo que ya posee. En su poema “Cristo en la Cruz”, Borges dirá: “Nos ha dejado espléndidas metáforas / y una doctrina del perdón que puede / anular el pasado”. Pero concluye: “¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?” No obstante lo expuesto, su poesía resulta finamente conmovedora al mostrarnos este ir y venir del poeta, con relación a Dios.

La existencia humana tiene el carácter de lo transitorio. En la vida terrenal no hay unión ni figura alguna definitiva. Ni entre los seres humanos, ni entre el hombre y Dios. Los encuentros interpersonales son, con todo su valor, sólo una fase preliminar para el último y definitivo encuentro con Dios. Pero el último recorrido del camino hacia Dios está marcado por la soledad.

Por cierto que no hay que confundir la soledad con el aislamiento. No es a esa forma de la soledad a la que en última instancia me refiero, sino al vacío interior. Al espacio despojado de distracciones, que no es fácil lograr, porque estamos expuestos a cualquier escapatoria. Incluso porque el silencio y la soledad no concuerdan con las tendencias culturales de nuestro tiempo.

No obstante, del núcleo íntimo de la persona emerge la conciencia de Dios, que busca el abismo de nuestra soledad. Entonces el alma sabe de la paz y el gozo del encuentro con Dios, que es amor.