Atmósfera trucada

Por Carlos Catania

Me gustaría anunciar buenas nuevas, prodigar palabras de consuelo: pero no puedo hacerlo.

Sólo puedo observar cómo se abre el abismo entre nuestros pasos y nuestras actitudes (Michel Houellebecq).

Aquella mañana de abril, el Niño, después de recordarme —¡una vez más!— que lo que llamamos verdad es a menudo el error en que todos coinciden, mencionó a Edmund Wilson, quien sostiene que el arte se origina en la necesidad de pretender que la vida humana es otra cosa de lo que es, y que en cierto sentido se logra hasta algún punto transformarla. No tardé en comprender a dónde quería llegar: el absurdo que segrega la existencia no la invalida si la conciencia permanece fiel a su destino. Consideré que no le faltaba razón al famoso ensayista y crítico, sobre todo si aplicamos sus palabras al ámbito huracanado de la Literatura con mayúscula, que suele barrer las porquerías con que diariamente nos alimentamos, en especial la mentira, el fingimiento, el prejuicio, la adecuación servil y regocijante a los entretelones de un sistema elitista (quise decir imperial, pero da lo mismo) que ha facilitado el arraigo y desarrollo de este desangrado mundo en el cual bailamos con extravagante gracia de marionetas.

El Barco de la Humanidad se aleja cada vez más: en las playas universales yacen cadáveres pintarrajeados despidiendo el espantoso hedor de la Nada. Sin embargo, para quienes amamos esta vida carente de sentido, en una isla lejana, en la historia de “Farenheit 451”, el genio de Ray Bradbury ha convocado a Hombres Concientes que repiten de memoria los textos de las grandes obras literarias quemadas, paradójicamente, por bomberos de un sistema equivalente al estado repugnante del llamado capitalismo mafioso. Como puede verse, el epígrafe de Houellebecq no contaba con esta alternativa que involucra a “partisanos” en constante rebelión.

El Niño está leyendo El mundo como supermercado. Cuando uno pone el dedo en la llaga se condena a un papel antipático. Es cierto, pero la opinión fundada de un escritor, sólo puede cambiar los pensamientos enquistados en seres humanos dispuestos más hacia el juicio evidente que al interés medroso que componen “las mentiras habituales, patéticas, que la gente se cuenta a sí misma para soportar lo desgraciada que es su vida”, lo que no pudo ser por desidia o estupidez.

Después de este sermón laico, el Niño me guiña un ojo y dice: “Pienso en Cioran”. Entiendo: Cioran no propone salidas porque no las hay. Convencimiento carente de edulcorante. El hombre es el cáncer de la tierra: ídem. Su palabra perfora la niebla mental al tiempo que estimula pensamientos nunca pensados. Entregada a los mitos cotidianos inculcados por un mundo sin cordura, las gentes acrecientan la irracionalidad divirtiéndose (en el sentido —¿inconciencia?— de escape, de esquivar las verdades primordiales, jugueteando en los pantanos de la incertidumbre con vagas y acomodaticias “esperanzas”).

Epilogar la obra de Cioran exigiría el trabajo previo de cavar fosas profundas para enterrar epilépticos criterios políticos, religiosos, repertorios del llamado “sentido común” (entre los que destaca el disparate de “esta es mi filosofía de vida” —como si la filosofía fuera el sentir y las costumbres de un solipsista) y, desde luego, “la compleja maldición de la literatura”. Pese a que considero su obra como la plenitud de un genio, resulta difícil aceptarlo totalmente. Pero no hay duda, como se ha dicho, que por vía negativa ha ayudado a pensar a muchos. Yo diría: a pulverizar piedras metafísicas endurecidas siglos tras siglos.

Como si hubiera leído mi mente, el Niño pregunta: “¿Puedo anotar eso en mi testamento?”. Respondo que mis reflexiones carecen de importancia y que su concepción del mundo supera ampliamente mis raquíticos conocimientos. El Niño sonríe, sigue escribiendo y yo vuelvo a Cioran. En El inconveniente de haber nacido confiesa que Emily Brontë tiene la particularidad de conmoverlo. ¡Bueno, Cioran!, esto nos da un respiro, sobre todo después de propagar “esa insipidez universal que sigue al advenimiento de la filosofía” y de que te gusta leer como lee una portera (sic): identificándote con el autor y con el libro, ya que cualquier otra actitud te hace pensar en un descuartizador de cadáveres.

Pero seguramente en aquella isla de Bradbury, un hombre memoriza también la obra del demolador E.M. Cioran, porque si no hay iniciación más que a la nada y al ridículo, los proveedores de desesperación introducen el puño en ese oculto rincón donde germina lo incomprensible, golpean el mazacote de contrariedades y logran extraer, al menos, cristalitos de conciencia capaces de competir modestamente con el caos. En tal desproporcionada riña reside el valor de la palabra escrita.

Naturalmente, como ya he dicho, esto no cuenta para el lector ocasional que pide “algo” para leer, se deleita con banalidades que le son propias y rechaza con ira, con malestar, aquella que vulnera su estatismo mental (valga). No hay por qué reprochárselo: tiene todo el derecho de poner en juego su libertad de escoger. Tampoco es necesario leer. Ni obligatorio, Ni para “ser mejor”. Las grandes obras no son evangelios de moralidad, sino de conciencia activa, es decir una especie de tabla de salvación en un mundo donde, por el momento, no existe salvación alguna mientras cicateros en todos los órdenes impriman el estilo que la mayoría imita.

Si el autor del epígrafe nos dice que vamos hacia el desastre guiados por una falsa imagen del mundo y que nadie lo sabe; que las consecuencias lógicas del individualismo son el crimen y la desdicha, sería muy conveniente prestar atención y dejar de lado los juguetitos y las suicidas distracciones, a fin de considerar seriamente lo que está pasando y adoptar aunque sea un mínimo compromiso en el breve transcurrir de la existencia. ¿En qué consiste este compromiso? Como primera medida, en no dejarse entrampar. Segundo: prescindir de maquillages. Esto basta por ahora. Lo demás pertenece a lo que Camus llamaba la rebelión metafísica, de la que hablaremos en otra oportunidad. Es decir, hablará el Niño, que en este momento levanta la cabeza y me mira con su acentuada expresión irónica.

(Fragmento de “El Testamento del Niño”).

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El escritor rumano Emil Cioran “no propone salidas porque no las hay”. Foto: Archivo El Litoral