Los sabores que nos llegan atravesando el tiempo

La nota

Uno de los capítulos de “S/T” está dedicado a “El almuerzo de los remeros”, de Pierre-Auguste Renoir. “Nunca los placeres del remo y los de la voluptuosidad de la carne estuvieron más entrelazados que bajo el toldo del restaurante Fournaise”.

 

De la redacción de El Litoral

“S/T. Sabores versus tiempo”, de Graciela Audero. Eudeba - Ediciones UNL. Buenos Aires, 2012.

Tras las deliciosas páginas de Gastronomía & Co., editado -también por la UNL- en 2010, Graciela Audero vuelve al mundo de los sabores, esta vez en relación con el tiempo, con la historia, pero también con la geografía, la sociología, la ética, la filosofía y -tratándose de los refinamientos del paladar y de la sensibilidad de Audero- del arte.

Salados, dulces y bebidas son los tres núcleos sobre los que gira este menú de amplísimas variedades (desde tostadas con trufas negras hasta una copa de aquella bebida que consiguió aquel señor llamado Dom Pérignon, pasando por milhojas, bizcochuelos, tartas frutales, macarons, vainillas, bombas rellenas con crema pastelera o crema de almendras) pero que como la misma autora insinúa, no busca una “comida interminable sino que facilita el picoteo de la lectura. Se puede empezar por los dulces e ir a los salados después de haber saboreado un brebaje, según el apetito o la sed, el humor o el deseo que se tenga”.

El cosmopolitismo inherente a la riqueza del tema (ya que la apertura, la divulgación y la internacionalización de los sabores redunda siempre en una mayor y mejor degustación) no impide que la mirada -la atalaya en la que se sitúa, se podría decir- de Graciela Audero sea exquisitamente criolla. No casualmente los primeros capítulos están dedicados a frutos americanos que supieron conquistar el mundo: la papa y el maíz, “los pilares de la cultura alimentaria andina hasta la conquista española”.

Junto al puré, locro, mazamorra, ensaladas, se presentan las papas en caldo que describe Alejandro Dumas hijo en Francillon y hasta hay lugar para confesiones personales: “No es por azar que inesperadamente insisto con la polenta sino por nostalgia. Es para mí el plato que más evoca mis pequeñas felicidades de la infancia, las alegrías cotidianas, los ritos y las sensaciones del paraíso perdido y, como la magdalena mojada en té de Proust: la esperanza de cierta perduración”.

Las carnes y las artes plásticas, con un recorrido que nos lleva desde una tablilla de arcilla, de más de 5.000 años, a los tapices medievales y a las alegorías sobre el vicio de la gula, pasando por las innumerables y opulentas naturalezas muertas, especialmente las de tradición flamenca y holandesa, hasta llegar a Picasso (Cráneo de buey muerto) y a los posmodernos (entre ellos las instalaciones con hamburguesas o las monumentales obras consumibles, de las que también fue cultura nuestra Marta Minujín).

La cebolla merece, junto con los espárragos, un capítulo aparte. De ésa, una de las verduras más antiguas, como el ajo y el puerro, nos dan testimonios textos del antiguo Egipto, de la Biblia y de la antigua Grecia. Apicio, cocinero del emperador Tiberio, nos cuenta de sus usos en la antigua Roma, como el “confit” que mezcla cebollas rojas picadas con trocitos de dátiles, para acompañar el foie gras, cerdo, pollo hervido y otras carnes. También aquí, la historia y las recetas están matizadas por las representaciones artísticas (Van Gogh, Manet). Y son precisamente pinturas como El almuerzo de los remeros, de Renoir, o La absenta, de Degas, que ocupan de por sí capítulos propios en el libro.

Las trufas, la quiche lorraine, el cuscús, las pastas, y un apartado sobre la historia y la manera de nombrar los platos culinarios, completan el índice de los “Salados”.

Los “Dulces”, entre los que figuran el pastel de Abraham a la placenta (la placenta es el pastel de Roma antigua más famoso: una superposición de tres tapas de masa fina separadas por crema) y de las obleas a la brioche, pasando por el Postre Vigilante. El origen de este último es discutido: unos dicen que nació en los ‘20, en una cantina de Palermo Viejo, donde comían agentes de una comisaría cercana; otros, que ya antes de mayo de 1810 existía la costumbre de comerlo en la mateada (que se tomaba en las puertas de las casas, de ahí la denominación de “vigilante”).

Y finalmente las “Bebidas” -el té, el café, el chocolate, el champagne, las denominaciones en la enología- cierran el sabroso volumen, que puede leerse de tantas maneras, como un tradicional libro de cocina o como un libro de historia cultural, como un recorrido por la civilización culinaria o como un entretenido sucederse de anécdotas y episodios del destino humano, ya que nada más humano, junto con el amor y el aire necesario para respirar, que los alimentos del cuerpo, que son también alimentos del espíritu.

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Graciela Audero. Foto: Amancio Alem

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“La edad de oro de la absenta en el París de la Belle Époque se sitúa entre 1880 y 1915, cuando al caer su precio es menos cara que el vino”, cuenta Audero en un capítulo dedicado a “La absenta”, de Edgar Degas. “Aperitivo del siglo XIX, el ajenjo o la absenta es un destilado cuyo ingrediente principal lo aporta la planta Artemisia absinthium, al cual se agregan flores de hinojo y anís...”.

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