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“Historia política del pantalón”

El pantalón es mucho más que con esa prenda que nos viste desde la cintura hasta los pies, con las dos perneras separadas. ¿Acaso no seguimos usando el dicho sobre quién “lleva los pantalones en esa casa”? En el transcurso de los siglos XVIII al XIX el pantalón, de origen popular, es adoptado por los hombres de las clases superiores y, como signo absoluto de masculinidad, se lo prohibe a las mujeres. “El reto de la extraordinaria historia de su universalización reside aquí, en esta superposición de género y poder”, sintetiza Christine Bard en su Historia política del pantalón, que acaba de publicar Tusquets.

Por empezar nos recuerda que la palabra “pantalón” es de origen reciente, y provine del veneciano pantaloni, porque profesaban culto a San Pantaleón y eran adeptos a los calzones largos y estrechos. Pantaleón es también un personaje de la comedia del arte.

Marat, en 1790 se refiere a unos “calzones largos sin pies”, y, “por antífrasis -sans-culottes [sin calzones]-, el pantalón entra en el vocabulario de la época revolucionaria; la prenda de vestir de referencia en ese momento es el calzón. En efecto, desde finales de la Edad Media los hombres llevan un calzón que cubre el cuerpo de la cintura a las rodillas y realza la pantorrilla, cubierta con unas medias sujetas por una jarretera. El hombre atractivo debe tener unas buenas piernas (los delgados recurren a medias con relleno y pantorrillas falsas). Su silueta se afina con unos zapatos de tacón. Al igual que sus antepasadas las calzas, el calzón participa en la erotización del cuerpo masculino. En efecto, esta prenda ceñida, a veces pegada a las piernas, y ajustada se opone a las prendas anchas, que enmascaran el cuerpo, utilizadas en las capas inferiores de la sociedad”.

Bard nos cuenta después cómo, en el siglo XIX, el simple hecho de que una mujer lleve un pantalón la convierte en una travestida, en alguien que cambia de sexo, en una perturbación. Desde luego hay civilizaciones o lugares (en el norte de Albania, por ejemplo) que permiten a las mujeres vestirse de hombres y desempeñar un papel masculino, pero en la cultura occidental “los ejemplos de disyunción entre el sexo y el género son bastante raros”. Está escrito en la Biblia (Deuteronomio 22,5): “Una mujer no llevará ropas masculinas y un hombre no se pondrá ropas de mujer, quien actúan de esta manera es una abominación para Yavé, tu Dios”.

Sin embargo, se rastrean aquí y allá “amazonas de la revolución”. Así, Théroigne de Méricourt (1762-1817) lleva ropa masculinizada y sostiene que busca “tener el aspecto de un hombre y huir así de la humillación de ser una mujer”.

Y después está la mujer soldado, una de las figuras más fuertes de la mujer masculinizada. La misma Méricourt busca formar una legión femenina, demostrando que los sexos son iguales en virtud y valor.

Desde luego, importantes capítulos del libro están dedicados a las famosas mujeres del siglo XIX francés que decidieron llevar pantalones, George Sand (1804-1876) en primer lugar. Una transgresión asumida y explicita, que hace de sus relatos una fuente de importancia para el estudio de la identidad sexual, la libertad y la igualdad. George Sand “pasa de un sexo al otro sin pedir autorización de travestismo. lo hace con soltura, como sólo saben hacerlo, dice ella, las mujeres que tienen la costumbre de no hacerse notar como mujeres”.

En detallados capítulos, Bard estudia el ascenso del pantalón en nuestra cultura, también del pantalón femenino. Una historia que de ninguna manera parece concluida.

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El pantalón tiene una rica historia, ligada a las cuestiones de género y poder. Para las mujeres su adopción implicó una transgresión.

Foto: Archivo El Litoral