La vuelta al mundo

Los estudiantes chilenos y la educación

Los estudiantes chilenos y la educación

Estudiantes chilenos se manifiestan de modo creativo a favor de la educación pública gratuita.Foto: efe

Rogelio Alaniz

Los estudiantes chilenos no le dan paz al gobierno de Sebastián Piñera. Las movilizaciones se iniciaron hace más de un año y con las interrupciones del caso, continúan. En la ocasión, las protestas son contra la reformas tributarias. Los reclamos cuentan con la adhesión de los profesores y de la Central Única de Trabajadores (CUT). De todos modos, la pregunta que se hacen los funcionarios oficialistas es cómo se podrá abaratar la educación sin aumentar los impuestos. Los estudiantes parece que no están demasiado interesados en responder a semejante interrogante nacido del sentido común.

Tal como se presentan las cosas, los muchachos pueden tomarse esas licencias, ya que en estos momentos cuentan con un nivel de credibilidad superior al que ostentan el gobierno y los políticos. Como suele ocurrir con todas las movilizaciones estudiantiles importantes, la adhesión de las clases medias a los jóvenes es una consecuencia previsible. Los padres de los chicos, por un camino u otro, siempre terminan apoyándolos, lo que suele ser la peor noticia para un gobierno, no importa su signo político.

Convengamos, además, que los estudiantes chilenos no sólo reclaman reivindicaciones atendibles, sino que las han sabido llevar adelante con inteligencia y astucia. Su lucha no se redujo sólo a la clásica manifestación callejera con el consabido enfrentamiento con la policía y su secuela de detenidos. Las alternativas de participación fueron amplias y variadas, desde recitales a torneos deportivos, desde seminarios a campañas de divulgación . Es más, podría decirse sin exagerar que las variables de lucha pacífica le permitieron a los estudiantes ganar más consenso que los actos de violencia perpetrados en las movilizaciones de masas.

Los sistemas de deliberación y toma de decisiones también fueron y son democráticos. Los estudiantes resuelven sus diferencias a través de asambleas y elecciones. Los métodos de participación son variados y le otorgan a la protesta legitimidad y masividad.

A ello le suman una inteligente política de alianzas. Los dirigentes de la FECH y la FEUC, las centrales estudiantiles de las universidades privadas y públicas, han mantenido reuniones con políticos opositores, dirigentes gremiales, funcionarios del gobierno y, además, se han tomado el trabajo de presentar soluciones o alternativas al actual orden de cosas.

El año pasado, el mundo -por decirlo de alguna manera- se enteró de la existencia de Camila Vallejo, joven dirigente comunista dueña de una sugestiva belleza. A esos atributos, le sumaba talento político para expresar los objetivos del movimiento estudiantil. Sin embargo, para sorpresa de la legión de admiradores y enamorados, en las elecciones de fin de año fue derrotada por Gabriel Bric, de ascendencia croata, militante de una denominada izquierda autónoma, ubicada a la izquierda del Partido Comunista.

También en la Universidad Católica hubo cambios significativos. El año pasado, el líder estudiantil Giorgio Jackson, fue desplazado por Noam Titelman, un muchacho nacido en Israel y que se ha distinguido por sus calificaciones académicas. También en este caso, Titelman desplazó a un dirigente que hasta ese momento se había destacado por su carisma.

Los cambios en la conducción del movimiento estudiantil confirman no sólo la calidad de la democratización interna, sino que, a la hora de la movilización y la lucha, los hechos demuestran que cuando la democracia es verdadera no hacen falta líderes indispensables. Al respecto hay que admitir que la politización del estudiantado chileno viene de larga data y recorre la historia del siglo veinte.

Tomando como referencia los años de Pinochet, importa destacar que los estudiantes fueron el primer sector movilizado en contra de la dictadura. Años después, durante la presidencia de la socialista Michelle Bachelet, la noticia de las luchas de los chicos de los colegios secundarios recorrió el mundo. A los adolescentes movilizados se los bautizó con el nombre de “pingüinos”, un homenaje al uniforme escolar pero que luego se transformó en un estandarte de lucha.

Muchos de los estudiantes que hoy protestan en las calles, son los mismos que cinco o seis años atrás vestían de “pingüinos” y le daban más de un dolor de cabeza a Bachelet y sus ministros. Ya entonces el sistema educativo empezó a ser criticado con insistencia y -es necesario recordarlo- la respuesta de los socialistas estuvo muy lejos de satisfacer las demandas. El dato merece mencionarse porque el actual ordenamiento educativo rige desde los tiempos de Pinochet y ninguno de los gobiernos democráticos fue capaz de reformarlo. Ni Frei, ni Lagos, ni Aylwin, ni Bachelet. Los datos son elocuentes: veinte años de gobiernos de centro izquierda y el sistema educativo supuestamente caro y elitista no fue tocado.

El conflicto ahora le estalló en las manos da la derecha. Sebastián Piñera debe hacerse cargo de lo que sus antecesores en la Casa de la Moneda no quisieron o no pudieron hacer. Según se mire, esta derecha empresaria y multimillonaria es la menos indicada para promover reformas que tiendan a reorientar la educación en un nivel más igualitario. Algunas respuestas desafortunadas de Piñera y de ciertos colaboradores parecieron confirmar este prejuicio.

Convengamos, de todos modos, que, como se dice en estos casos, a Piñera le tocó bailar con la más fea. Es cómodo y hasta justo reclamar por una educación igualitaria y gratuita, pero no es tan sencillo hacerlo. Un sistema educativo que tiene más de treinta años de existencia y que, desde su lógica algunos resultados ha dado, no se cambia de la mañana a la noche. Como dijera uno de los ministros del gobierno, redactar un decreto a favor de la gratuidad de la enseñanza significa, lisa y llanamente, cerrar las universidades. Así de sencillo y así de tremendo.

Por lo tanto, lo que se imponen son las reformas. El gobierno, por lo pronto, propuso reducir el interés de los créditos de seis puntos anuales a dos; limitar el pago hasta el diez por ciento del ingreso del deudor y condonar las deudas a los ciento ochenta meses pagos. En otro orden de cosas, se cuadruplicaron las becas y los préstamos están a cargo del Estado y no de los bancos.

Los voceros del oficialismo insisten en que el sistema es perfectible y que los resultados han sido buenos. Lo interesante es que algunos dirigentes de la oposición piensan lo mismo. La matrícula universitaria ha crecido como nunca desde la recuperación de la democracia, y la calidad de la enseñanza superior está muy bien calificada por los organismos internacionales.

En contraste con estas versiones un tanto edulcoradas, Chile es -según la OCDE- el país más caro del mundo en materia educativa. Los porcentajes entre el aporte estatal y el particular también están desequilibrados. Las cifras, al respecto, son elocuentes: el Estado aporta el dieciocho por ciento y los privados el ochenta y dos por ciento. En ninguna parte del mundo estas diferencias son tan abismales, ni siquiera en los Estados Unidos de Norteamérica.

Sobre una población de alrededor de 900.000 estudiantes, el setenta por ciento debe recurrir a un crédito para cursar. Un joven de 23 años -por ejemplo-, estudiante de una carrera de cinco o seis años, debe al momento de recibirse alrededor de cuatro mil dólares que, en la mayoría de los casos, no tiene la menor idea de cómo los va a pagar.

Como se podrá apreciar, los estudiantes tienen profundos motivos para protestar. Se podrá discrepar o no con algunos de sus métodos, se podrán hacer consideraciones prácticas de índole económica o política, pero lo cierto es que el sistema universitario chileno impuesto por Pinochet debe ser reformado. Como suele ocurrir, más temprano que tarde se impondrá la negociación y los resultados nunca dejarán conformes a las partes, pero por un camino u otro, ya nada será igual. De todos modos, el gran aporte hecho por los estudiantes a su patria y a las futuras generaciones, es poner en el centro del debate nacional la verdad archiconocida, pero escasamente asumida, de que la educación es un bien universal.