El que golpea a la puerta

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Dibujo de Juan Carlos Moisés.

Por Juan Carlos Moisés

En mitad de la noche escuchaba golpes en la puerta de entrada. Me levantaba de la cama. Iba hasta la puerta, ponía un ojo en la mirilla y no veía nada. Volvía pensando que a esos golpes los había imaginado. Pero con breves interrupciones, los golpes siguieron. Me levantaba cada vez. Lo estuve repitiendo durante la noche y también a la mañana, cuando el sol ya había salido y aún no había sonado el despertador. El sueño me vencía y los golpes volvían. Saltaba de la cama lo más rápido posible, corría hasta la puerta, ponía el ojo en la mirilla y no veía a nadie. Comencé a pensar que el que había golpeado se había subido al techo para que no lo pudiera ver.

Bajaba del techo, caminaba hasta la puerta, golpeaba y volvía. Me quedaba en el techo a esperar que el otro asomara su ojo por la mirilla. Cuando lo escuchaba del lado de adentro de la puerta me reía, porque pensaba que al no ver a nadie se irritaría y se iría a tapar la cabeza con la almohada, hasta que yo bajara nuevamente del techo y volviera a golpearle la puerta una vez más.

No pude soportar la insistencia. En un momento, me puse como loco, tiré la almohada contra la pared, corrí hasta la cocina, agarré el cuchillo de cabo de plata, el más filoso, abrí la puerta de calle y salí dispuesto a todo. Recuerdo sensaciones, imágenes confusas. Algo me hace pensar, ahora que el que abrió la puerta cuchillo en mano y pasó corriendo a mi lado con los ojos desorbitados se trepó al techo y se escondió ahí arriba, sin mirarme, sin hablarme, sin siquiera darse cuenta de mi presencia. Desde entonces supe que tenía un enemigo, y que no era cualquier enemigo.

Tensiones placenteras

De la redacción de El Litoral

“Baile del artista rengo”, de Juan Carlos Moisés. Ediciones La Carta de Oliver. Buenos Aires, 2012.

Conocido por su producción poética, Juan Carlos Moisés (Sarmiento, Chubut, 1954) irrumpe en este Baile del artista rengo con un grupo de cuentos muy breves que se sostienen no tanto en los usuales mecanismos de los microcuentos -el devenir narrativo con golpes de efecto y cierres inesperados- como en la chispa poética. No es casual que varios de esto textos versen sobre raptos, inspiraciones, éxtasis que tienen lugar sólo en el momento en el que se monta un caballo, aparece de visita un ñandú, se esté en un velorio o se aleje la mujer más hermosa del pueblo.

Muchos de los cuentos son en primera persona (incluso una primera persona plural), y en ellos suele presentarse un mundo en el que la realidad vacila, sin estridencias, sin estremecimientos feroces pero con un inquietante quiebre de lo plácido. Así, en el fondo de una librería se asoma un caballo sin que el narrador atine siquiera a comentar la cosa con su acompañante. O pierde y encuentra una pierna a la llama escurridiza. O los árboles que se caen encima del narrador mientras camina, sin hacerle daño, sin provocarle ni un rasguño.

Los cuentos en tercera persona son más contundentes en explicitar la rareza que se nos cuenta, como el de quien patea las sillas porque no está conforme con su lugar en el mundo. O el crítico que escribe su mejor reseña sobre un libro que nunca existió.

“Un flujo de placenteras tensiones recorre el libro, lo abre, lo acicala. Rara avis de nuestros días, este artista rengo nos mete de cabeza en el ritmo de las emociones más genuinas, y nos devuelve la risa y el asombro perdidos”, señala con penetración Santiago Espel.