A PROPÓSITO DE LA CELEBRACIÓN DEL PASADO 12 DE AGOSTO

Niños del día

Estanislao Giménez Corte

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I

Para cualquier adulto con vergüenza, para cualquier persona que pretenda escribir algo sobre un infante en su supuesto día, es imprescindible eludir, creo, dos poderosas trampas que se ciernen sigilosamente sobre él y su texto. Sutiles mecanismos al acecho que pueden convertir su imaginada misiva en un pastiche, incluso aún antes de pulsar la letra de inicio. La primera de ellas es el riesgo de hundirse en el relato alevosamente autobiográfico, en la aparatosa apelación a un caso próximo. Tener cerca a hijos, hermanos, sobrinos, ahijados (o cualquier otro vínculo similar próximo), puede decidir el abordaje de la empresa con el riesgo presente de caer en la gelatinosa exaltación de la maravilla de esa criatura, en la de enumerar virtudes y destellos acaso sólo imaginados por el adulto. No necesariamente ello está mal, no es cuestionable en absoluto que el autor manifieste esos sentimientos hacia la/el inigualable depositaria/o, pero esa narración, en un alto porcentaje de los casos, sólo interesará y tendrá sentido para un minúsculo círculo de gentes, lo mismo que esas parejas que después de cenar nos muestran muy entusiasmadas su álbum de fotografías de un viaje a Esquel.

II

Esa suerte de autoridad de la experiencia propia -la que aparentemente da tener un niño cercano- decide en crónicas, cartas, relatos, poemas, un registro del texto sugestivo por momentos pero atolondrado por adjetivos que se tropiezan para calificar al mocoso, por emotivas figuras que exageran extraordinariamente cada una de sus intervenciones sobre la faz de la tierra. Pero, se dice, los que no lo vivieron no pueden entender de qué se habla; los que sí, asentirán satisfechos. Como si una línea divisoria demarcara un lado y otro para los adultos en su relación a los embates de los infantes.

La otra trampa que rodea al bienintencionado escriba es la del lugar común, la aparición súbita de la palabra pastosa, el golpe bajo, el sentimentalismo que se desprende como baba en las palabras que rodean la escritura del sustantivo niño. El pecado al alcance de la mano de abundar en la celebración cuasi-lacrimosa de la infancia, y en la autocelebración del adulto que festeja a ese niño. Esos dos pecados llenan el espacio, muchas veces, entre el sujeto y la página. Llenan la página del autor pero ensanchan un abismo con el lector que desconoce olímpicamente, o no le interesan en lo más mínimo, las proezas del sujeto del texto.

Y así, cuando el texto toma forma, lo hace atosigado, herrumbrado de algunos de estos pesados antecedentes. Ahora, una vez establecidas aproximadamente estas premisas ¿se pueden evitar esos lugares y a la vez transmitir algún sentimiento? Ardua materia la que nos espera.

III

Llegados aquí, puedo proponer un caso testigo, aun a riesgo de inmolación: el mío. Tengo niños, hermanos, sobrinos. Una legión de hombres y mujeres en proceso pueblan las reuniones familiares y las de amistades. El recuerdo vívido de mi infancia es la de una mesa con muchos comensales y un expansivo y permanente bullicio. Toda una caterva interminable de gentes emparentada sanguínea o emocionalmente con nosotros. De modo que si a eso sumamos este berretín de cronista, fatalmente he caído en la tentación de escribir sobre ello alguna vez. He tratado de sortear las trampas. Nunca he quedado conforme porque, indefectiblemente, me veo apretado por alguna de éstas. Y por otras cosas. Pongamos algunos casos.

Uno: se dice, desde el fondo de la historia, que los hijos “dan sentido a la vida”, que la colman, que nos brindan felicidad. Acuerdo en todo, pero el problema de estas frases no es tanto que sean lugares comunes repetidos y gastados como el hecho, digamos, de que el sujeto de lo que se dice siempre es el adulto, tornando al menos cuestionable la naturaleza y el epicentro de la expresión: ¿ellos nos dan cosas y por eso nos sentimos felices? Por supuesto que es así, es decir, la sola presencia de un niño modifica el orden imperante y reorganiza las cosas. Ya. Pero ¿no es al menos curioso que pensemos esas presencias desde nuestra propia perspectiva respecto de lo que ellos “nos dan”? A veces razono ese tipo de expresiones como si se tratara de una inconfesable ecuación de intereses. Pareciera decirse (pareciéramos decir): los queremos mucho porque nos dan mucho. ¿No debería ser al revés: los queremos a pesar de todo, contra todo, por sobre todo, debajo de todo, sin esperar nada?

Dos: la insistencia en términos y metáforas afines a que los chicos “llenan” un lugar ¿qué es eso sino nuestro terror a la soledad? Un psicólogo a la derecha. Muchas veces he escuchado a padres decir: “si les pasa algo ‘me’ muero”. Otra vez. El pensamiento gira en torno de lo que el adulto podría ser, o podría pasarle, o podría sentir, todo en derredor de lo que él sufriría si le sucediera algo al niño. Alguien me dirá: sucede eso porque el niño no puede expresarse. Ya. Otro dirá: es el sentimiento natural de todo adulto que busca, aunque más no sea en esas frases, protegerlos, exorcizar un posible dolor potencial. Ya. ¿Pero no hay, igualmente, algo del egoísmo del individuo adulto metido entre esas premisas y principios?.

IV

Ahora, después de todo, una vez esforzadamente señaladas las trampas del exceso autobiográfico y del sentimentalismo a flor de piel que se nos escapa; establecidos estos patrones, determinados estos procedimientos, una trabajada distancia, considero que podemos sentarnos a escribir ¿no? En un rato nomás.

Apenas dejo la habitación, antes de encender la máquina, paso lateralmente por su pieza y los veo. Instintivamente me detengo. Los veo. ¿Qué puedo decir, qué se puede escribir a propósito, ahora que los veo? Están ahí. Duermen. Es noche afuera; es lunes, creo. Los veo. Respiran hondamente, con el cuerpo quebrado, recogido, plácido, ¿desmayados por qué sueños? me pregunto ¿por qué sueños que los hacen balbucear en las madrugadas? Los veo, ahí, dormidos. Y entonces ¿qué decir? ¿cómo decir qué cosa? ¿cómo escribir qué? ¿Cómo escapar a la sensación de empresa imposible antes de arrancar? Demoro el paso hacia mi escritorio y los veo. ¿Qué cosa hacer que no sea volver al cómodo, estrecho, explotado, vituperado lugar de las trampas del principio? ¿Qué cosa hacer que no sea reconocer nuestra torpeza o la limitación del lenguaje para intentar decir algo novedoso, original? ¿Qué decir? Siento la trampa ceñirse silenciosamente sobre mí, una vez más. La dejo venir. La asumo. La alojo. La tolero. Casi diría que la disfruto. Los veo dormir. Y entonces.

Niños del día