EDITORIAL

Reacciones después del “cacerolazo”

Ministros y funcionarios del actual gobierno han reflotado en la última semana la palabra “golpista”. Según declaraciones, por ejemplo, de Abal Medina, los manifestantes del pasado jueves no podían disimular su vocación golpista. En realidad, desde que los Kirchner asumieron el poder han recurrido a ese concepto para descalificar a sus críticos y opositores.

Cuatro años atrás, las movilizaciones lideradas por los dirigentes ruralistas fueron calificadas de maniobras destituyentes. La imputación se extendió rápidamente a los medios de comunicación, juzgados como opositores, y a los periodistas. El golpismo, según este punto de vista, contaría con la adhesión -como en 1955- de la denominada clase media “gorila” y las poderosas corporaciones económicas.

No hace falta ser muy perspicaz para advertir que el punto de vista histórico del oficialismo es circular. Los hechos y los acontecimientos tenderían a reproducirse de manera lineal. Los gorilas de 1955 son los mismos que los de 2012, del mismo modo que el proyecto nacional y popular iniciado por Perón en 1945, sería el mismo sesenta años después.

Al anacronismo de ese punto de vista, habría que sumarle la manipulación deliberada de los hechos. Si los golpes de Estado fueron episodios protagonizados por las Fuerzas Armadas a partir del 6 de septiembre de 1930, esa posibilidad en la Argentina desapareció definitivamente del horizonte histórico en 1991, cuando el entonces presidente Carlos Menem aplastó la rebelión del coronel Seineldín. Por lo tanto, hoy solo desde la falsedad o la ignorancia se puede agitar el fantasma del golpe de Estado.

Habría que decir, al respecto, que en su momento el golpismo fue una práctica política compartida por uniformados y civiles, y que en términos de teoría histórica consistió en la progresiva incorporación al sistema político nacional de los militares como actores “legítimos”. Pues bien, esa deformación institucional concluyó en 1983 y se le puso punto final en 1991.

De allí en más, toda invocación del golpismo merece ser sospechada de demagógica, tramposa y manipuladora. Los Kirchner sobre estos temas saben mucho, porque mientras fueron gobierno en Santa Cruz mantuvieron buenas relaciones con los militares, pero cuando accedieron a responsabilidades nacionales no vacilaron -por estrictas razones de cálculo político- en ponerse al frente de una lucha que en los tiempos difíciles los tuvo ausentes: la de los derechos humanos. Y también hay que decir que por aquella ausencia pagaron un precio más que módico ya que, como se dijera en su momento, confrontar con los militares después de Alfonsín y Menem, ha sido una tarea tan inofensiva como la de cazar leones en el zoológico.

Lo que sí ha sobrevivido del golpismo es la prepotencia, la intolerancia, el afán persecutorio contra el disidente, el empecinamiento en creer que el titular de un gobierno es eterno, es decir hábitos políticos que los Kirchner conocen bien porque desde hace muchos años los practican con esmero.