EDITORIAL

Un conflicto que pone en alerta al mundo

El conflicto abierto entre China y Japón, debido a la ocupación civil de unas islas desiertas en el Mar Oriental de China por parte de empresarios japoneses, pone en evidencia las tirantes relaciones entre estas dos potencias, agravada en esta coyuntura por la renovada disputa por los recursos naturales.

 

Para colmo de males, la ocupación de las islas coincidió con un aniversario más de la intervención militar japonesa en 1931, una intervención armada que se realizó ocho años antes del inicio de la segunda guerra mundial y que a China le representó un costo humano de cientos de miles de muertos. La escena de civiles japoneses desembarcando en un territorio que los chinos reclaman como propio, reactivó el nacionalismo y provocó manifestaciones de repudio en las principales ciudades chinas, manifestaciones que contaron con el visto bueno y el aliento de los jefes comunistas, ya que, como se sabe, en ese país las protesta públicas no están autorizadas.

Planteado el problema en esos términos, a nadie se le escapa que un conflicto entre estas dos potencias perturbaría a las economías de la costa del Pacífico y obligaría a intervenir a Estados Unidos, una potencia que si bien no tiene intereses directos comprometidos en la región, sí cuenta con aliados a los que debe proteger por motivos económicos, políticos y militares.

Uno de sus aliados estratégicos -tal vez el principal- es Japón, pero también lo son Taiwan y Corea del Sur, porque, como es de público conocimiento, como consecuencia de esas relaciones, Estados Unidos ha instalado en estos territorios bases militares, las que en principio son para contrarrestar la influencia militar de los comunistas coreanos, aunque para más de un observador, esos misiles apuntan a China y ese es un dato que los astutos diplomáticos chinos no deben ignorar.

Por lo pronto, en estos días se reunieron en Rusia las naciones cuyas costas dan sobre el Océano Pacífico y están sumamente afligidas por el rumbo que están tomando los acontecimientos. Allí, los participantes se hicieron promesas mutuas cargadas de buenas intenciones, pero con el lenguaje cargado de sugerencias que distingue a los comunistas chinos, se le advirtió a Estados Unidos que debía abstenerse de participar en los conflictos de esa región, por la sencilla razón de que titulares son, en primer lugar, China y luego Japón.

¿Puede Estados Unidos mirar para otro lado o reducir su accionar diplomático a declaraciones formales de buena voluntad? ¿Puede mantenerse al margen de una región que se ha revelado como la más importante para el capitalismo del siglo XXI? La respuesta es no. Ninguna gran potencia -y Estados Unidos lo es- puede hacerlo. Sus intereses económicos, financieros y diplomáticos son muy complejos como para darse ese lujo. Por otra parte, si bien desde los tiempos de Kissinger y Chou en Lai, las relaciones son formalmente excelentes, a nadie se le escapa que en el campo estricto de las relaciones de poder, las tensiones son inevitables.