/// OPINIÓN

Eric Hobsbawn: un hombre sabio

Rogelio Alaniz

 

Murió el historiador más conocido del mundo. En este caso, la fama no proviene de la frivolidad que sacrifica la lucidez en el altar del consumo liviano, sino de la inteligencia y la sabiduría. Porque Eric Hobsbawn, el historiador que murió hoy a los noventa y tres años, fue por sobre todas las cosas un sabio, en el sentido más clásico y menos convencional de la palabra.

A su capacidad teórica, a su singular manera de interpretar los acontecimientos, él le sumaba un prosa impecable, un fraseo elegante, un estilo sutil, a veces irónico, a veces delicado. A un historiador de raza se lo conoce por las verdades históricas que construye, los grandes interrogantes que abre y a la calidad de su lenguaje. Hobsbawn pertenecía a ese linaje, pero a las virtudes académicas reconocidas le sumaba una manera personal de presentar los acontecimientos y resolverlos. ¿Ejemplos? En uno de sus libros habla de un hombre y una mujer, él nació en Londres y ella en Austria. Relata con trazos precisos las peripecias de esos jóvenes, los motivos por los cuales en ciertos momentos de sus vidas se conocen en Alejandría. De pronto nos enteramos que ese jovencito trabajador y esa señorita universitaria, fueron sus padres. Hasta aquí nos parece estar asistiendo a una confesión personal, pero en pocos renglones el historiador nos explica que el itinerario de esos jóvenes sólo era posible concretarse en la Europa anterior a la Gran Guerra, que los detalles triviales de dos vidas respondían a un marco histórico que él ahora pretendía dar a conocer.

Ese talento para unir datos aparentemente desvinculados, para desde allí desplegar un friso histórico monumental, fue una de las distinciones intelectuales de Hobsbawn. Algo parecido hace cuando nos habla de un jovencito que una mañana de enero de 1933 se entera de que Hitler acaba de ganar las elecciones. O cuando recuerda que la crisis de los misiles en 1962, coincidió con su casamiento.

Se dice que un historiador estudia el pasado, un esfuerzo que incluye indagar por qué los hechos se dieron de una manera y no de otra, un esfuerzo intelectual que genera dudas y suscita preguntas. En ese oficio, el oficio de comprender, interpretar, arribar a conclusiones e iluminar el futuro con interrogantes inquietantes, Hobsbawn era un maestro. Yo no sé si es verdadero el principio que sostiene que un historiador debe ser el hombre más culto de su tiempo; sí sé que leyéndolo, uno percibe con nitidez la sensación de que ese principio es verdadero.

Sus largos años en este mundo, le permitieron articular con precisión de artista la historia de su vida con la historia de los grandes acontecimientos de la modernidad y, muy en particular, del siglo veinte. Lo escribe en su biografía: “Somos la única generación que ha vivido el momento histórico en el que las normas y convenciones que hasta entonces habían mantenido unidos a los seres humanos, dejaron de operar. Si alguien quiere saber cómo fue esa época, sólo nosotros se lo podemos contar. Si alguien cree que puede remontarse a aquellos días, nosotros podemos confirmarle que no es posible”.

Se dirá que hay muchas confesiones parecidas. Puede ser. Pero de toda confesión, no se deduce una verdad o un interrogante histórico. Ese esfuerzo por trascender la experiencia privada a través de la mirada “externa” del historiador, reclama de un creador, de alguien capaz de distinguir en el caótico devenir del tiempo lo singular y lo universal, el friso histórico y el detalle revelador, la luz y la sombra.

Sus libros son leídos por académicos y por cualquier persona que se preocupa por conocer el mundo en que le toca vivir. Son textos que brindan conocimientos, ofrecen conclusiones, pero por sobre todas las cosas, se trata de libros que ayudan a pensar, que estimulan la inteligencia. Es que Hobsbawn se desplaza por la historia, por sus precipicios, sus laderas y sus cimas, con la elegancia de un maestro de piano cuyos dedos recorren el teclado con esa ligereza que nace del saber y el talento.

Adhirió al comunismo desde muy joven y nunca lo abandonó. Su empecinamiento por mantenerse en un lugar que en más de un caso estaba en contradicción con sus libros, fue cuestionado por muchos, sobre todo por su silencio ante los crímenes cometidos por sus camaradas en el siglo veinte. Pero más allá de sus deslices -vividos con elegante flema británica- su obra perdurará, porque nos guste o no, quienes lo sobrevivimos deberemos responder al gran interrogante que deja pendiente para el siglo XXI. “No sabemos adónde vamos, sino que la historia nos llevó hasta este punto y por qué. Sin embargo, una cosa está clara: si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el futuro o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad”.

/// OPINIÓN