Barone, Perón y Guzzetti

Rogelio Alaniz

La conferencia de prensa se celebró en la residencia de Olivos. Fue el 8 de febrero de 1974. Aunque hoy, para algunos, sea una extravagancia, bueno es saber que entonces el presidente Juan Domingo Perón convocaba a conferencias de prensa y, a su manera, se aguantaba las preguntas que le hacían. De todos modos, en aquellos tiempos que hoy nos parecen tan lejanos, nadie se imaginaba que casi cuarenta años después Orlando Barone, intentaría acomodar los acontecimientos, no para honrar a la historia, sino para justificar la conducta de su empleadora, la señora Cristina de Kirchner.

Barone no se merece ninguna imputación política. Toda su vida fue un tipo de derecha que descubrió tarde que también se puede hacer plata desde la izquierda. En todo caso, si alguien se merece un reproche es el poder político que decidió recurrir a sus modestos servicios intelectuales. Como todo improvisado, obligado a actuar en un terreno que no conoce, puede desempeñarse como un aprendiz en situaciones previsibles, pero no bien el escenario se complica comete barrabasadas, pierde la línea o reaparece el derechista que siempre fue, reclamando palos y silencio.

Sólo así se explica que no se le haya ocurrido nada mejor, para justificar la negativa de la señora a convocar conferencias de prensa, que citar como ejemplo a seguir aquel episodio en el que Perón enfrentó a una periodista que luego pagó su atrevimiento con un secuestro y una paliza, precio que no fue más alto porque ella optó por refugiarse en un pueblito de la provincia de Córdoba.

Lo que para los progresistas de todos los tiempos fue, en el más suave de los casos, un error de Perón -la respuesta de un hombre desbordado por los acontecimientos y que con demasiada frecuencia se salía de las casillas-, para el benemérito Barone fue un acierto o, en todo caso, una demostración clara de que los presidentes no deben convocar conferencias de prensa, porque, como bien se sabe, los periodistas son personas irrespetuosas e imprudentes. Notable. Lo que en su momento no se le ocurrió a López Rega, Osinde o el comisario Villar, se le ocurrió a Barone. Delicias de la llamada cultura nacional y popular.

Pero retornemos a la residencia de Olivos, a aquella calurosa mañana de febrero de 1974. Al tema convocante de la conferencia se lo tragó la historia, porque lo que trascendió fue otra cosa. La responsable de la “novedad” fue Ana Guzzetti, periodista del diario “El Mundo”, un periódico tradicional que a través de sus flamantes dueños se alineaba con la izquierda y, para ser más precisos, con el PRT, un dato que merece tenerse en cuenta .

En un clima tenso como el de aquellos días, en un escenario en el que las autoridades oficiales eran custodiadas por agentes de seguridad -algunos de los cuales en las horas de las noche salían vestidos de civil a asesinar disidentes-, esta joven tuvo la insolencia, el coraje o la conciencia profesional, de pedirle a Perón -nada más y nada menos- explicaciones por los operativos llevados a cabo por bandas parapoliciales.

El breve diálogo, en el que no se escuchaba “ni el vuelo de una mosca “, se inició cuando Guzzetti le mencionó al general que en las últimas dos semanas habían sido muertos doce militantes populares y se habían dinamitado veinticinco unidades básicas. Y a esa cuenta escabrosa había que sumarle el secuestro y muerte de un fotógrafo. Según los testigos de la escena, Perón se desencajó. Se le borró la sonrisa seductora, y desaparecieron los guiños de ojos y los cuentos graciosos. Tragó saliva y con un tono que hasta Videla hubiera admirado repreguntó: “¿Usted se hace responsable de lo que dice?” Y ante la afirmativa de la periodista, el presidente se dirigió a su edecán y le dijo. “Tome los datos necesarios para que el ministro de Justicia inicie una causa contra esta señorita”.

En una circunstancia parecida, un periodista hubiera pedido que lo tragara la tierra, o, por lo menos, hubiera optado por el silencio Sin embargo, Guzzetti se atrevió a repreguntar: “Quiero saber qué medidas va a tomar el gobierno para impedir tantos atentados fascistas”. La respuesta de Perón fue de antología : “Las que se están tomando; se trata de episodios policiales que están provocados por la ultraizquierda y la ultraderecha, la ultraizquierda que son ustedes y la ultraderecha que son los otros. De manera que arréglense entre ustedes, la policía procederá y la Justicia también. Indudablemente que el Ejecutivo lo único que puede hacer es detenerlos a todos y entregarlos a la Justicia. A ustedes y a los otros. Lo que nosotros queremos es paz y lo que ustedes no quieren es paz”.

A pesar de todo, Guzzetti insistió, pero lo hizo a través de algo así como una confesión, una confesión que era un signo de la época y tal vez un síntoma de esa “obstinación” -dixit Feinmann- que se llama peronismo. ¿Que dijo Guzzetti?: “Le aclaro que soy militante peronista desde hace trece años”. ¿Lo era? Por lo menos era lo que ella creía e iba a seguir creyendo. La respuesta, entonces definitiva, de Perón fue previsible, lógica y hasta incluyó un cierto tono de humor; humor negro, pero humor al fin: “Hombre...lo disimula muy bien”.

En esa disputa por la identidad peronista ¿del lado de quién estaba la razón? ¿De Perón o de Guzzetti? Desde el sentido común más convencional, la razón le pertenecía a Perón, ya que si había una persona en el mundo en condiciones de decidir quién era o no peronista, esa persona era Perón, el fundador del movimiento. Sin embargo, Guzzetti -y no sólo Guzzetti- se empecinó en seguir diciéndose peronista. Curioso. Perón ordenaba su detención, y después nos enteraríamos que había habilitado otras sanciones para la insolente, pero a ella no se le ocurrió nada mejor que decir que era peronista. ¿Alienación, lealtad, fanatismo, estupidez? Ese empecinamiento, esa afirmación de una identidad ante el jefe en circunstancias donde lo que estaba en juego era la vida, es lo que transforma al peronismo en “una incógnita dentro de otra incógnita”.

El duelo verbal o el encontronazo trascendió a la opinión pública -se transmitió por televisión- y durante unos días se habló del hecho, hasta que llegaron acontecimientos más jugosos -o más sangrientos- y obligaron a cambiar de conversación. De todos modos, lo sucedido fue una perlita, una perlita muy representativa de cómo se vivía la política por aquellos años y cómo funcionaban las relaciones de poder.

Para comprender lo sucedido, conviene saber que Perón había ganado las elecciones en septiembre de 1973 y a los dos días Montoneros asesinaba a Rucci, su principal colaborador. Al iniciarse el año 1974 la historia se precipitará o enloquecerá. El 22 de enero de 1974, el ERP asaltó el cuartel militar en la localidad de Azul. El operativo fue un fracaso, pero le costó la vida a un soldado y a dos oficiales. También murió esa noche la esposa de uno de los oficiales caidos. Se trataba de la señora Ilda Irma Cassaux, asesinada delante de sus dos hijos en circunstancias extrañas, pero que involucran de manera directa o indirecta al ERP.

Perón, a esa altura de los acontecimientos, había decidido declararle la guerra a la guerrilla, a todas las guerrillas, a las peronistas, que él había alentado, y a las marxistas que en algún momento había consentido. Siempre dijo que a esa guerra la libraría con la ley en la mano. Ahora sabemos que también lo hizo con las Tres A, un dato que entonces se sospechaba y, que los peronistas llamados de izquierda querían disimular.

Mientras tanto, Perón actuó con rapidez, lo que prueba que más allá del deterioro de su salud, sus reflejos políticos estaban intactos. Lo primero que hizo fue promover la renuncia del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Oscar Bidegain, quien será reemplazado por uno de los personajes más miserable de la política criolla:Victorio Calabró. Después maniobró para que se reformara el Código Penal y se habilitara la lucha contra la guerrilla. El tercer paso, consistió en tenderle una “emboscada” política a los diputados de la Juventud Peronista y exigirles luego su renuncia. Entre los renunciantes estaba el señor Carlos Kunkel. Cualquier semejanza con la realidad, es pura coincidencia.

Esto ocurría el 24 de enero. Para que no quedaran dudas de lo que se venía, cinco días después los policías Luis Margaride y Alberto Villar eran convocados para librar una singular guerra antisubversiva. En aquel contexto, Perón envió una carta a los militares felicitándolos por su comportamiento, condoliéndose por las víctimas y prometiendo el exterminio “de los psicópatas que van quedando”. El 8 de febrero de 1974 convocó a una conferencia de prensa en Olivos.

La respuesta de Perón fue la previsible en un jefe de Estado. La condena al operativo provocador y criminal del ERP debía hacerse con firmeza y sin dejar ninguna dudas respecto del lado en el que estaba el presidente de la Nación. Lo que llama la atención, lo que hoy sorprende a historiadores o simples observadores, es la terminología entonces empleada. Concretamente, Perón usó por primera vez la palabra “exterminar” y calificó a los subversivos de “psicópatas”, un término que no recuerdo que haya siso empleado por los militares que asumieron el poder el 24 de marzo de 1976.

(Continuará)

Barone, Perón y Guzzetti

Perón y Barone, diálogo imaginario.