La vuelta al mundo

Venezuela: ganó el caballo del comisario

Rogelio Alaniz

Ganó el caballo del comisario, es decir, el candidato que dispuso de los recursos materiales y contó con todas las expectativas políticas de la región. Alguien pudo haber alentado ilusiones o esperanzas, pero un mínimo cable a tierra transmitía la sensación de que Hugo Chávez ganaría, no por mucho, pero por lo suficiente como para mantenerse seis años más en el poder, si es que la salud se lo permite.

Chávez es popular en Venezuela. Hasta sus enemigos, que no son pocos, se lo reconocen. Recurriendo a un giro borgeano, diría que el hombre se ha ganado el crédulo amor de los arrabales. Desde que asumió el poder, la pobreza y la indigencia disminuyeron. También el analfabetismo. Con Chávez en el gobierno desde hace casi quince años, los pobres son menos pobres, aunque algunos de ellos sospechan que -como sucede con todo régimen populista-, nunca dejarán de ser pobres, por la eficaz y sencilla razón de que el régimen, para reproducirse, necesita que estén un poco mejor que antes, pero no demasiado, cosa que la promoción social no derive en promoción cultural e independencia moral.

La popularidad de Chávez es manifesta. Él se preocupa todos los días por consolidarla, sin temerle al ridículo. Los demagogos, y sobre todo los demagogos caribeños, siempre están al borde del grotesco, de la farsa. La gestualidad, la indumentaria, la retórica, el lenguaje procaz, infame, todo apunta al ridículo, todo se aproxima a la imagen del payaso.

Hace unos años, en una clase sobre el fascismo, puse en pantalla algunos documentales de los tiempos de Hitler y Mussolini . Allí estaban los dos grandes demagogos del siglo veinte. La cámara registraba sus gestos, sus ademanes, los movimientos convulsivos de sus manos, sus miradas extraviadas. Yo esperaba que mis alumnos se conmovieran y hasta se atemorizaran, pero para mi sorpresa empezaron a reírse, es decir, esos personajes siniestros contemplados fuera de su contexto y de la tragedia que envolvía a sus vidas y sus pueblos, provocaban risa.

En la misma línea, me animo a pronosticar que dentro de unas décadas Chávez será uno de los cómicos más importantes de las nuevas generaciones, un personaje cuyos shows por televisión, radio o en el balcón provocarán la hilaridad de niños y mayores, y nadie entenderá cómo un personaje de esa calaña alguna vez pudo ser tomado en serio, una extrañeza que no será diferente de la que hoy sienten alemanes e italianos cuando a través de los noticieros registran cómo sus abuelos o bisabuelos vivaban hasta enroquecer las voces y percudir el alma, al Duce y al Fhürer.

Nunca está de más recordarlo. Los demagogos desde el balcón, la televisión o la radio, se degradan ellos, pero lo más grave, degradan al pueblo, lo corrompen exitando sus pasiones más instintivas, sus resentimientos más innobles. Si la revolución, el cambio o el progreso, significan en términos clásicos la promoción de las clases populares, el esfuerzo por educarlas, hacerlas dueñas de su destino, alentar su autonomía moral, su percepción racional y crítica de la realidad, los demagogos hacen exactamente todo lo contrario.

Hugo Chávez es un ejemplo aleccionador. Es popular porque es demagogo y en esas sociedades con poblaciones indigentes, hambreadas y humilladas, la demagogia suele dar buenos resultados, es la garante más eficaz del status quo, el remedio infalible para cualquier proceso emancipatorio real. La demagogia de Chávez no se nutre de los ejemplos de Simón Bolívar, Rómulo Gallegos o Medina Angarita, sino de Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, los dos grandes dictadores venezolanos del siglo veinte.

Chávez, como se sabe, pertenece al siglo XXI. Tanto han cambiado los tiempos, que a ese modelo político de dominación él lo ha bautizado como socialismo del siglo XXI, cuando en realidad su régimen no es más que el perfeccionamiento, la estilización en sus líneas más sobrias de las dictaduras bananeras que asolaron a Venezuela en otros tiempos, dictaduras que, en el caso de Pérez Jiménez -ese íntimo amigo de Perón- Chávez se preocupó por reivindicar por su triple condición de autoritario, demagogo y militar.

Decía entonces que en Venezuela ganó el caballo del comisario, es decir, ganó el candidato que una inmensa mayoría esperaba que ganara. Desde Obama a la señora argentina, desde Correa y Morales a Dos Santos y Lula, desde Fidel Castro al régimen de Putin, desde los fundamentalismos islámicos a las raquíticas democracias caribeñas, todos esperaban, por diferentes razones, que continuara en el poder el ególatra y multimillonario de Barinas.

Hernán Capriles no ganó, pero realizó una elección digna. Peleó contra la cadena oficial, contra las amenazas, los insultos, la disponibilidad obscena de recursos por parte de su rival. No estuvo solo, pero sin lugar a dudas fue el candidato perdedor, el candidato que algunos apoyaron de la boca para afuera, pero que en su intimidad deseaban que perdiera, porque a nadie le gusta el cambio, el supuesto salto al vacío y Capriles, de alguna manera, representaba todo eso.

El chavismo intentó presentarlo como el candidato de la extrema derecha, el líder de los ricos, el dirigente inventado por los fascistas para perpetrar la contrarrevolución. Nada de eso era cierto, por supuesto, pero el chavismo sabe muy bien que repetir una y otra vez una mentira suele dar buenos resultados. Capriles reclamó debate público y no lo obtuvo; reclamó reglas del juego limpias y no se las dieron. A diferencia de Chávez, hizo una campaña electoral prometiendo unir a todos los venezolanos, romper con la fractura social que es lo peor que le puede ocurrir a una nación. Su victoria electoral hubiera representado un punto de partida para una Venezuela más unida, más justa, más libre. No fue posible. Por lo menos, por ahora.

El régimen chavista contó en estas elecciones con los infinitos recursos de la renta petrolera, el apoyo intimidatorio de las Fuerzas Armadas y la simpatía, activa o pasiva, de los principales jefes de Estado de la región. Fue el caballo del comisario desde el principio hasta el fin. Hasta unas semanas antes de las elecciones, los jefes militares y los dirigentes del chavismo aseguraban que la revolución bolivariana no iba a perder en las urnas lo que habían ganado en la calle. Las amenazas a los empleados públicos con dejarlos cesantes si no apoyaban al comandante, estuvieron a la orden del día.

A Capriles se le reprocha haber protagonizado la campaña electoral recurriendo a modelos publicitarios americanos. El chavismo en estos temas puede hablar con autoridad moral, porque su modelo de campaña se nutre de la disciplina del cuartel, de la adhesión vertical al jefe. Chávez no tiene militantes, tiene soldados; en su campamento no hay ciudadanos hay tropa; no hay dirigentes hay sargentos, cabos y oficiales. Su modelo de sociedad es el cuartel, su modelo de líder es el caudillo o el general entorchado; su imagen del pueblo es la soldadesca disciplinada hasta en las jornadas festivas, hasta en los excesos. Su socialismo cuartelero está modelado en los principios de la subordinación, el orden, la verticalidad. la disciplina cerrada. ¿parecido al fascismo? Parecido al fascismo. Es lo que sabe, es lo que mejor le sale, es lo que le dio resultado desde que se inició en la política sacando los tanques a la calle para derrocar a un gobierno constitucional.

A Raymond Aron se le atribuye haber dicho que el fascismo es el socialismo de los suboficiales. No lo dijo por Chávez, lo dijo por Hitler, pero la frase se ajusta como anillo al dedo al déspota del Caribe. Al déspota y al antisemita, porque bueno es decirlo, desde los tiempos de los nazis y los colaboracionistas de Petain, que no se hace una campaña electoral con tantas injurias contra los judíos. Los insultos fueron contra Israel, pero también contra la raza y la religiosidad judía. Ni Le Pen se hubiera animado a tanto.

Concluido el proceso electoral, Chávez asegura que gobernará para todos los venezolanos. No le creo. Como su pálida admiradora del Cono sur, el comandante ahora se propondrá ir por todo, siempre y cuando, claro está, su enfermedad se lo permita. En todos los casos, no le va a ser fácil hacerlo, porque casi la mitad de Venezuela no sólo no lo vota, sino que no lo quiere. A los relatos populistas les ocurren esas cosas. La retórica habla de una inmensa mayoría del pueblo enfrentada a un puñado despreciable de oligarcas y vendepatrias, pero a la hora de votar, ese puñado despreciable asciende al cuarenta y cinco por ciento de la población.

Con esas cifras, el sueño de la unanimidad se cae a pedazos. Venezuela podrá correrse más a la derecha o a la izquierda, pero si quiere ser Venezuela, en algún momento deberá ponerle punto final a la ruptura social. Venezuela no podrá prescindir de algunas marcas del chavismo, pero si en lo fundamental no lo supera, la nación no tendrá futuro.

Venezuela: ganó el caballo del comisario

El líder y el balcón, la fantasía máxima de todo caudillo populista. Foto: efe