ARTISTAS, IMAGEN Y ESTEREOTIPOS. A PROPÓSITO DE SILVIO RODRÍGUEZ

En “ardiente paciencia”

Estanislao Giménez Corte

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I

Suele decirse que los artistas son personas sumidas en horrores varios. Como si cierto coqueteo con el espanto fuese condición necesaria del arte. ¿Será? ¿Será que pesadillas, traumas, adicciones, que enfermedades, alucinaciones, insolvencias, desfilan de noche, de día, como un decadente collage en expansión, frente al artista? ¿Será que aparecen justo en el espacio en el que la mano va a la pluma, justo para romper la armonía entre los dedos y las teclas que esperan, ofrecidas, justo para ennegrecer la paleta? Ahora, cuando aparecen ¿pueden devenir estos horrores experimentados en materia propicia para el espíritu atento y fuerte, ése que puede transformar lo atroz en una estética sin desfallecer en la empresa?

La convivencia con los horrores. Como la de cualquier mortal, sí. Más, también. Posiblemente, con unas leves diferencias: la sensibilidad extrema adjudicada a los artistas hace que la relación con el horror quizás sea más cercana, reiterada, un poco menos distante, incluso hasta provocada, cuando no una relación de mutuo usufructo, como el caso de Poe, de Lovecraft, de Rimbaud. Para contar el infierno, lo sabemos, muchos artistas quisieron experimentarlo.

La pesadilla como modus operandi o inspiración ha alumbrado obras maestras de todo tipo (pensemos en “El Grito”, de Munch). Pero hay otros horrores, menores, que rodean al artista como animales en celo. Presentes, firmes en su terquedad: falta de creatividad, escasez de reconocimiento, debacle física, moda. Éstos hacen de alguna forma a nuestra propia naturaleza humana, y muchos se relacionan con el propio decurso de vida y con el temor inherente al paso del tiempo, más que con la naturaleza artística o no del sujeto.

Hay otros, finalmente. Una subcategoría. Menores que estos menores. Horrores en los que no va la vida pero que configuran o pueden configurar un enorme problema para el futuro del artista, ya sea por cuestiones concretas (caída de contratos, denostación pública, escándalos sexuales), ya sea porque sitúan al artista en un lugar que aborrece y del que no podrá salir, nunca. O porque el estigma devenido del vacilante juicio popular, una vez decidido, es casi irreversible. A menudo, esos horrores que carga el artista suelen ser extraordinariamente injustos. Como si un gesto congelara la imagen de alguien para siempre. Como si alguien nos tomara una fotografía en una situación embarazosa, con nuestro peor rostro. Y ella fuese nuestra imagen al mundo, para siempre.

II

Una de esas injusticias, suerte de anatema público que funciona como guillotina, cae desde hace años sobre Silvio Rodríguez. ‘Es un cantor de la revolución’, dicen; ‘¿encontró el unicornio?’, provocan. Esa pretensión de circunscripción, de limitación de una obra y de una vida a un proceso político, es impresionante.

Así, como si fuera una mancha en el curriculum vitae, cargan sobre su figura adjetivos varios: es castrista, es marxista, es guevarista. Pero éstos, según quiénes los lean, serán un motivo de orgullo o de hundimiento. Los que lo aman lo dicen con el pecho insuflado. Consideramos que, a diestras y a siniestras, unos y otros se atropellan en el mismo error: la consideración del artista solamente desde sus simpatías políticas. Es un artista ‘comprometido’, se dice, siempre que entendamos a ese compromiso como a la declaración pública del afecto o la repulsión a un proceso político. Esa demarcación antecede, lamentablemente, la predisposición del que lo escucha. Nuestra pequeña tesis es que Rodríguez -su obra, su poesía, su figura- trascienden la revolución. Y que representa una enorme injusticia pegar, reducir, acotar su nombre a ese proceso político, ya como una señal distintiva positiva, ya como una marca al modo de la letra escarlata. Silvio cantó la revolución, defendió la revolución, justificó la revolución, sufrió la revolución (por ejemplo, el asesinato de políticos opositores), pero su obra no es un panfleto de la revolución. Sucede, creemos, algo similar al caso de Gelman. Alguna vez propusimos una lectura no política de su poesía. ¿Es posible?, nos preguntábamos.

III

Podemos pensar que la obra de Rodríguez es una lenta carrera, como la del toro que embate, una carrera en “ardiente paciencia”, sobre el desentrañamiento de las posibilidades y misterios evasivos de una guitarra -sin ser un virtuoso-, de la voz -sin ser un cantante dotado, cargando con un registro agudo casi impropio, pero dulce- y de la letra -sin ser un poeta consumado. Podría decirse que en ninguna de estas tres artes es un artista descollante. Pero aquí está, justamente, la grandeza de algunos cantautores: técnicamente, por separado, sus destrezas pueden ser cuestionables. La esencia está en su suma. La suma da con un ‘todo’ sorprendente, que rebasa los cálculos.

Allí está Silvio, en la línea más tradicional de los trovadores, esos extraños sujetos que entienden que el hallazgo no está en la posproducción, ni en los efectos, ni en los brasses de sesión, ni en los estudios de 84 canales, sino en el acercamiento tímido, progresivo, a tientas, sobre las cuerdas, sobre la figura exacta para el verso, sobre una rima dosificada en el momento apropiado, sobre el tono para contar una historia. Allí está, en la administración de esos delicados equilibrios. Nunca el exceso espantoso de metáforas, nunca la rima pobre usada hasta la extenuación. Allí está: en ese entendimiento de que las cosas que una canción puede decir están dentro de unos pocos instrumentos y unos pocos recursos que esperan la mano que los extraiga. Sobre los que cientos de miles de bardos, desde el comienzo de la historia, caminan alrededor, auscultando, mirando, midiendo.

Hay canciones -‘Desnuda y con sombrilla’, ‘Óleo de mujer con sombrero’, ‘Ojalá’, ‘Pequeña serenata diurna’, ‘Te doy una canción’, ‘Por quien merece amor’, ‘Flores nocturnas’, ‘Sueño de una noche de verano’, cuya belleza, cuyos destellos emotivos, nos libran de mayores comentarios. Hay discos -‘Silvio¿ (1994)-, hay frases -‘veo una luz que vacila/y promete dejarnos a oscuras’- que sirven por sí solas para desmontar cualquier otra lectura posible. Y que obturan o minimizan la carga de la miope lectura política.

Pero los artistas no necesitan que se los justifique y posiblemente la pretendida reducción a lo político de una obra artística sea nada más que eso, una lectura interesada en esa inversión. Nuestra pequeña hipótesis es que, con razones o sin ellas, aún abrazando procesos políticos horrorosos -Borges recibiendo la medalla de Pinochet, Céline apoyando el fascismo, Lugones anunciando la ‘hora de la espada’- el artista los sobrevive. Mejor dicho, su arte sobrevive el proceso político apoyado y lo sobrevive a él como hombre. Ahora, Silvio viene a Santa Fe. Algún movimiento habrá en las fibras de los que generacionalmente crecieron con sus canciones. Alguna discusión habrá entre familiares y amigos por la eternización castrista. Alguien lo reducirá al abrazo a los barbudos, ya como condena, ya como melancólico recuerdo. Quizás suceda también que la discusión se suspenda, se corte, se acalle por la sutil intromisión en el ambiente de ese fino hilo de voz que viene después de la guitarra, que viene detrás de la polémica, que viene de la mano del autor de la canción de protesta pero más todavía de la canción de amor.

 

En “ardiente paciencia”

Silvio Rodríguez visitará nuestra ciudad el próximo lunes 26 de noviembre. Se presentará en el estadio del Club Atlético Unión.