Dios no hizo la muerte

Dios no hizo la muerte

Los primeros cristianos llamaban a la muerte, “el día de nuestro verdadero nacimiento”. Cada 2 de noviembre recordamos especialmente a los fieles difuntos.

Foto: Archivo El Litoral

Pbro. Hilmar M. Zanello

El tema de la muerte es una de las realidades cuya interpretación supera la sola capacidad humana.

Surge con la muerte una contradicción entre la capacidad instintiva del hombre a la trascendencia y los límites que le impone la muerte.

Porque la misma muerte, con el cortejo de sufrimiento que la acompaña, presenta una roca de dificultades que según un convertido del ateísmo, Andre Frossart, es la roca donde se estrellan las “religiones y la ciencia”.

Será casi imposible encontrarle un sentido a ese terminar, donde aparece la presencia de una muerte indebida (Maritain) que frustra el llamado a la trascendencia, nacido de la misma naturaleza del hombre.

De allí que muchos pensadores, carentes de la luz de la Revelación Cristiana, han calificado a la muerte como “El cofre de la nada” (Heidegger)... “La muerte es un absurdo” (Jean-Paul Sartre)... “Sólo quedan cenizas...” (Jorge Luis Borges).

La sola razón ve a la muerte como un hecho puramente biológico, al igual que todo ser vivo que termina su existencia terrenal para desaparecer en el recuerdo o en la nada.

La razón nos dice: “No existe otro mundo fuera de lo material; todo es sensible y todo lo que no lo es, es una ilusión, el ser absoluto, el Dios del Hombre es su propia esencia... no existe otro mundo fuera del material, no existe más que la materia... todo es sensible”. Así se expresaba el filósofo Fuerbach.

Es una manera de mirar una de las caras de la muerte, como cuando miramos una de las caras de la luna, como la luna que tiene una cara oculta. Un misterio que es descubierto sólo desde la fe.

Quienes descubrieron esta cara oculta de la muerte por la luz de la Revelación pudieron expresarse de otra manera frente a la verdadera realidad. Así pensaba San Pablo: “Para mí, la muerte es una ganancia”. San Francisco de Asís la llamaba “hermana muerte”. Ignacio de Antioquía: “Allí en la otra vida seré el hombre completo”. El teólogo Bernardo Hareing: “Para mí la muerte será la gran fiesta de mi vida”. Santa Teresita del Niño Jesús: “No muero; entro en la verdadera vida”. Tertuliano (S/II): “La resurrección de los muertos es la gran esperanza para los cristianos”. Teresa de Calcuta: “No dejen jamás que la tristeza los invada, haciéndoles olvidar la felicidad del Cristo Resucitado”. Jesús le dijo al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Los primeros cristianos llamaban a la muerte: “el día de nuestro verdadero nacimiento”.

Por eso que en el libro bíblico de la sabiduría, Dios se revela como el Dios de “los vivos”, el Dios que da la vida.

Si bien frente a la muerte de un ser querido aparecen ciertas expresiones populares que identifican la muerte como causada por Dios mismo.

Así se expresaba una mujer ante la muerte de su marido: “El Señor me lo quitó, el Señor me lo llevó”. Otros apelan al destino: “Era su destino”, o “Dios lo quiso a su lado”.

Sin embargo, Jesús al venir a este mundo, encarnándose como uno de nosotros, despertaba una corriente de esperanza en una nueva vida para que todos supiéramos lo que acontece después de la muerte.

En las palabras de la Sagrada Escritura se anuncia: “Los muertos serán devueltos a la vida”, “Se durmieron en el Señor” (1 Co. 15,22; 15,18), “Fueron a vivir con el Señor” (2 Cr. 5,8), “Serán de nuevo vivificados”.

Porque la última palabra de nuestra vida no la tiene la muerte sino la vida.