Lo que me hizo mal

Sacando a los que ya comen más de lo que deben -más de la mitad del planeta- todos los días, entramos en una época de fiestas, despedidas, comilonas, barriles y demás. A mí me causa gracia, en la resaca o el empacho posterior, esa intención de detectar ese mínimo elemento que, juramos, nos hizo mal. Me da la sensación de que esta nota puede caer pesada.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

Lo que me hizo mal
 

No me digan que no conocen esa sensación de malestar posterior a una comilona o a una chupandanga en que, autocrítica cero, buscamos echarle la culpa a algo que, obviamente, nos excluye. No nos comimos ni chupamos todo lo que había a las vueltas, en el centro y en los alrededores, no nos devoramos hasta el centro de mesa, no nos tomamos hasta el agua de los floreros: no, señor. Sólo nos hizo mal la aceituna del martini, del vigésimo quinto martini. O el sandwichito de miga que deglutimos a las seis de la mañana, después de haber liquidado los canapés, la entrada, la cena -puede repetir la porción por favor-, el postre, las tortas de la mesa dulce, la torta oficial, la pata flambeada (a la hora en que a vos las patas te flamean) y por fin los sandwichitos de miga que te cayeron mal.

Hay tipos que son de estómago delicado y cualquier pavada les pasa factura. Imagínense varias pavadas juntas. Esos son masoquistas: saben que el liso y la picada les va a caer irremediablemente mal; saben que la bondiola les va a hacer un agujero, pero igual allá van como mártires a inmolarse en el bajo altar de sus deseos (un poeta, ya lo sé) y así les va...

Otros, como el que suscribe, tenemos la bendición y la desgracia de poder comer ladrillos con dulce de leche y mayonesa y nada pasará. La bendición, porque casi nunca tenemos malestar estomacal. Y la desgracia que, al no tener ese límite ni ese freno inhibitorio, le damos nomás hasta encontrar que en algún momento, allá lejos, cuando no hay retorno, algo nos va a caer mal, nos va a caer mal...

Pero a mí me llama la atención los investigadores, los que rastrean al enemigo, los que van hacia atrás -trazabilidad pura- recorriendo cada una de las cosas que ingirieron para detectar por fin -una suposición con ínfulas de certeza- aquella que nos cayó pesada.

En ese somero repaso, se destaca el advenedizo, el ligero, el que está al horno pero te dice suelto de cuerpo que le cayó mal el canapé de qué sé yo qué cosa de mar. O te dice que lo último que comió le cayó pésimo. Son los más peligrosos, los menos científicos y dejan sopesando la sospecha de que cualquier cosa les cayó mal. ¡Injustos, levantiscos, malos tipos!

Luego tenés los jactanciosos, los precisos, los que te dicen con convicción inquebrantable que la empanadita tenía comino y que es exactamente eso lo que les cayó mal, independientemente de que se comieron todo lo que se movía y lo que no antes, durante y después de la maldita empanadita con comino. ¡Cretinos, fanfarrones!

Después tenés los meticulosos, los que con insobornable método analizan uno por uno los tragos y los bocados que dieron (y necesitan público, los guachos: qué sentido tendría ser Sherlock Holmes y que nadie siguiera tu brillante razonamiento), analizando sus pros y sus contras, hasta descartar algunos alimentos y volver a someter a otros a nuevas pruebas. Así llegan hasta un remoto tomatito cherri que venía en un pinche con un queso y una hoja de albahaca. Eso fue a las diez cuarenta y siete pe eme. Cambio y fuera.

Hay otros tipos en esta tipología. Pero de una u otra forma, advertimos esa pulsión por salir a encontrar aquello que supuestamente nos hizo mal. Y también, encontrar rápidamente el modo de superar esta situación de malestar, básicamente porque nos quedan otras jodas por delante. Y a mí, que no me gusta perderme nada, me causa malestar estomacal perderme jodas que me van a causar malestar estomacal. Hay que cerrar esta nota pro algún lado, mientras postulamos, para la próxima comilona, cerrar la boca justo a tiempo. Se los digo así, sin empacho. Todavía.