27º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

Menos zombies y más cine rumano

Menos zombies y más cine rumano

El movimiento en los cines comenzaba a las 9 de la mañana, y las aglomeraciones continuaban a lo largo del día hasta más allá de la medianoche.

Foto: TÉLAM

 

Roberto Maurer (enviado especial)

A pesar de la insuficiente difusión, tanto como que los diarios locales dedicaron al festival una página y a veces solo media, el público respondió de manera masiva con salas llenas y entradas agotadas y se superaron los cien mil espectadores. El movimiento en los cines comenzaba a las 9 de la mañana, y las aglomeraciones continuaban a lo largo del día hasta más allá de la medianoche. Para ver una película coreana sin indicios de si era recomendable o no, programada para mediodía, se formaba una cola de una cuadra, en la cual había amas de casa a quienes se deseaba preguntarles: “Señora, a esta hora, ¿usted no debería estar cocinando en casa?”.

Así, se comprueba que existe una ávida demanda transversal de todas las edades, cinéfilos o no, que no es atendida por las actuales estructuras de comercialización, y el fenómeno no es ajeno a la presión ejercida por los colosos de Hollywood del cual también son víctimas las películas argentinas.

Existe un mercado para el cine de autor, pero el público sólo accede a esas películas en los festivales, porque después se van para no volver, salvo algunas que hayan interesado a distribuidores. El fenómeno es universal y se ilustró con palabras de Sandrine Bonnaire quien, luego de hacerse esperar, llegó el viernes al festival. Se había incluido una retrospectiva de su trabajo como actriz y directora y ofreció una conferencia de prensa escasamente concurrida. La exquisita actriz, ahora realizadora, ratificó que las cinematografías locales retroceden en todo el planeta ante el avance de los tanques hollywoodenses y ella misma acababa de ser su víctima. Había estrenado en París su última realización, y a la semana o dos la retiraron de las salas a pesar de que superaba la media de público exigida, para ceder lugar a un gigante de taquilla, contó. Y su película no se proyectaba en una cadena multinacional, sino en salas de un empresario francés.

A esos más de cien mil espectadores se les sirvió un menú irregular donde se notaba la intervención de varias manos, algunas de programadores exigentes y otras de programadores demagogos. De las películas que vimos tres eran de zombies. Hoy no hay películas sin zombies. No es un prejuicio, porque puede haber películas buenas de zombies, pero éste no era el caso.

Y si hubo limitaciones económicas, resulta inexplicable que el festival haya incluido costosos megarrecitales gratuitos de Diego Torres, Miranda y de una brasileña, más costosos fuegos artificiales, sin conexión alguna con el cine. “Mar del Plata se viste de pop”, era la consigna de un parte oficial del festival, anticipando un final “a todo trapo”. Una jerga de bingo. Al menos se pudo conocer el pensamiento profundo de Diego Torres: “No quiero al país divido en estas dos posturas, hay un espacio en el medio que lo perdemos todos. Muchas medidas que se están tomando me gustan y apoyo la Ley de Medios”, dijo desde el escenario luego de recibir una plaqueta de Liliana Mazure.

Un premio merecido

Con el Astor de Oro se premió a un film de excelencia. “Detrás de la colina” es un trabajo tan riguroso como el convento de la Iglesia Ortodoxa donde se desarrolla el drama. Está situado en el campo, cerca de una ciudad pequeña, y las sumisas pupilas son gobernadas por un cura autoritario y medieval a quien tratan de “papá”, que las persuade con citas de las Escrituras y una mano de hierro con guante de terciopelo.

Alina y Voichita son amigas y ex amantes que cuando abandonaron el orfanato siguieron rumbos separados, una fue a trabajar a Alemania y la otra ingresó al convento. Alina vuelve para recuperar a Voichita y se aloja en el pequeño convento, pero su amiga abrazó la fe y no quiere seguirla.

El relato describe los esfuerzos de Alina para permanecer en el convento junto a su amiga, rompiendo cuando puede las estrictas reglas que regulan la comunidad. La situación es insostenible, tratan de brindar contención a Alina, que no tiene un lugar adónde ir hasta que sus arrebatos despiertan la sospecha de una posesión diabólica y llegan días de exorcismo con la muchacha atada, amordazada y sin comer. Es un martirio con un terrible desenlace, y la paradoja consiste en que la crueldad es provocada por buenas y piadosas intenciones.

A la vez, se describe el entorno de los vecinos de la ciudad y se filtran datos suficientes como para pensar en una sociedad prejuiciosa, inhumana y con muchos trastornos familiares. Son los extremos a los cuales puede llegar la ignorancia y el prejuicio en nombre de la fe, tomando como rehenes al amor y al libre albedrío, en una película que confirma una vez más el crecimiento del cine rumano, que en este caso apenas se apoya en la tragicomedia costumbrista, para optar sin vacilaciones por el drama.

Fue dirigido por Cristian Mungiu y no sorprende: de él vimos en Santa Fe la notable “Cuatro meses, tres semanas y dos días”. Al final conversan dos policías que trasladan a los arrestados habitantes del convento. No pueden encontrar al fiscal porque un chico le pegó un tiro a la madre y lo subió a YouTube. “El mundo anda mal” comentan, pero sin demostrar gran preocupación.

¡Viva la resistencia! ¡Muera la Merkel!

En la competencia internacional atrajo la atención un nuevo film del veterano Volker Schlondorff, que se popularizó con “El tambor” y vuelve a la Segunda Guerra para relatar un episodio real producido en Francia, 1941, durante la ocupación alemana y en un momento en que los invasores todavía no habían implantado el terror y trataban de atraer a la población.

Inspirándose en documentos históricos y en el informe militar del escritor Ernest Junger, oficial administrativo del ejército alemán y convertido en personaje de un film que asume varios puntos de vista. Cuando la Resistencia en Nantes mata a un oficial alemán se produce la primera represalia masiva de la ocupación. Hitler ordena 150 ejecuciones de franceses detenidos y los mandos se inquietan: “No somos carniceros, vinimos a congraciarnos con los franceses”. Y se arman listas con la colaboración de la policía francesa -hasta hoy a los franceses les molesta recordarlo- que llegan a la pequeña ciudad de Choicel donde funciona un centro de detención con reclusos mayormente comunistas y en el cual las condiciones no son para nada rigurosas: parece una colonia de vacaciones. Y la lista de condenados a muerte incluye a 27 detenidos de ese lugar, incluyendo a un chico de 17 años.

El cine de Volker Scholondorrff nunca superó sus limitaciones y hoy resulta viejo. Los últimos momentos de los 27 condenados y las ejecuciones se demoran con detalle, casi con sadismo gratuito y morboso. A tal punto de que al fin de la película, una espectadora evidentemente alterada por tanto horror se puso a gritar ¡viva la Resistencia! ¡muera la Merkel!