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“Una vida plena”

Los personajes mediocres, fracasados o desvalidos han sido amplia y exitosamente radiografiados por la buena literatura. Paradójicamente han conquistado así una grandeza y una fama inigualables; de Alonso Quijano (el desventurado caballero que inaugura el género novelístico) al impar Ignatius Reilly de La conjura de los necios, pasando por las innumerables antiheroínas del tenor de la Emma de Madame Bovary. El personaje de Una vida plena es uno de estos patéticos personajes, rescatado por la buena literatura de Lawrence James Davis (Estados Unidos,1940-2011), en la novela que acaba de publicar en castellano La Bestia Equilátera.

Todo parece serle impuesto a Lowell Lake y cuando decide, decide siempre mal. Estableciéndose en Nueva York trabaja como secretario de redacción de un semanario dedicado a la plomería. Un día, poco después de cumplir treinta años, Lowell se despierta y entiende que su empleo no es provisorio y que las cosas no mejorarán jamás; quizás no empeoraran a menos que explote la guerra atómica o le sobrevenga un trastorno mental, pero no mejorarían, eso nunca. Esta crisis nos lleva a recorrer su fracasos y equivocadas decisiones, su frustración como escritor y su desgraciada mudanza a Nueva York.

Su última decisión -comprar y restaurar un edificio ruinoso en la zona más infecta de Brooklyn- lo llevará al fracaso final y hasta al peor delito. Finalmente puede con certeza decidir que “todo había salido mal, y no había triunfado en nada, y nunca tendría ninguna clase de vida”.

Davis cuenta la vida de este hombre que ansía Una vida plena y termina por encontrar “ninguna clase de vida” con dosificado humor. Valga este momento en que describe la escenografía con la que se encuentra cada vez que debe someterse a visitar los padres de su esposa: “En el departamento de sus suegros todo parecía estar hecho de plástico o cubierto de plástico. Incluso algunos objetos de plástico estaban cubiertos de plástico, como los floreros de plástico que estaban enfundados en bolsas de polietileno con grandes cintas descoloridas. Había muy pocos muebles, y estaban alineados como en una exhibición: cada cosa parecía estar expuesta ante un observador imaginario y lejos del resto para que se viera mejor, y para conversar había que girar a menudo y alzar la voz. Estas maniobras eran engorrosas a causa de las fundas de plástico transparente. También era engorroso sentarse bien. Las fundas eran frías en invierno y pegajosas en verano, y era difícil adoptar una posición cómoda en cualquier clima, pues uno siempre estaba a punto de resbalarse y caer al piso, aunque tuviera la espalda pegada por la transpiración. Debajo del plástico, el tapizado era pálido y desabrido, como si hubiera estado largo tiempo bajo el agua”.

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