Sobre el meneado golpe institucional

Gustavo J. Vittori

Finalmente la verdad salió a la luz. El gobierno terminó haciendo público su sordo resentimiento contra la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a la que hasta ayer adulaba en el discurso como expresión celebratoria de su propia y publicitada épica transformadora. Adiós al engañoso cotillón que ensalzaba al nuevo cuerpo de jueces supremos, mientras tomaba la ganancia política que reportaba aquella ficha jugada en el terreno judicial a comienzos de la presidencia de Néstor Kirchner. Ahora se dijo en voz alta lo que se piensa en el círculo íntimo de Cristina Fernández de Kirchner. En adelante, la Corte, hasta aquí integrada por brillantes y éticos juristas, será tratada por la militancia como un cuerpo que supura traición y conspiración. Nunca más será nombrada desde los atriles del poder ni aplaudida por la claque indigna que en la platea inferior aplaude y babea. Por fin, actores principales de la escena nacional se han sacado las máscaras y muestran su autocrático rostro tal como es. Basta de hablar de calidad institucional y otras pamplinas que sólo sirven para tranquilizar a burgueses de errática conciencia. Lo que importa es la densidad del poder, su conservación y aumento, como ya enseñaba en el siglo XVI el siempre recordado Nicoló Machiavelli.

En verdad, no hay nada nuevo bajo el sol, aunque esta vez la desesperación y el desenfreno del gobierno por dejar marcado el 7D en el listón de la historia dejaron a la vista su desnudez. El día que Cristina había cargado con significaciones propias del mundo chamánico operó como la sencilla verdad del niño que señalaba que el rey se paseaba en cueros mientras todos lo veían ataviado con ricos vestidos.

En las vísperas del gran día todo estalló, porque nadie sabe mejor que el gobierno que la polémica Ley de Medios contiene cláusulas inconstitucionales que cualquier juez bien formado está obligado a señalar. Por eso hemos visto la marea de recusaciones desatada por el ministro de Justicia, Julio Alak, fiel ejecutor de las órdenes presidenciales, a quien la desesperación provocada por las reacciones jurídica y procesal de la Corte Suprema de Justicia y el conjunto de los jueces de la Cámara Civil y Comercial en el caso Clarín, le hicieron perder la chaveta. Al punto que denunció un supuesto alzamiento judicial contra la ley en cuestión, afirmación temeraria a la que pronto se agregó la voz tonante del ex jefe montonero Carlos Kunkel anunciando que la corporación judicial prepara un golpe institucional.

Y quedémonos acá porque ya hay suficiente tela para cortar. En primer lugar habría que decir que mal se puede hablar de un hipotético “alzamiento” contra la ley cuando el Poder Judicial no hace otra cosa que cumplir con su función de controlar la constitucionalidad de una norma aprobada en su momento por el Congreso y cuestionada por Clarín, grupo empresarial que entiende que sus derechos son vulnerados por ese texto legal.

Cuando se produce un conflicto de este tipo, nuestro sistema institucional prevé su resolución ante la Justicia a través de procedimientos e instancias judiciales que aseguren su examen técnico e imparcial. Para garantizar los derechos del Estado y los ciudadanos, la arquitectura republicana diseñó la división de poderes, fórmula que intenta evitar la concentración malsana del poder y sus patologías congénitas, que pueden llevarlo en progresivos grados de enfermedad política al autoritarismo y al totalitarismo.

Por su naturaleza, el Congreso es eminentemente político. Y si bien es cierto que las leyes que aprueba en general pasan por distintas comisiones específicas con los consiguientes resguardos técnicos, no es raro que las mayorías impulsen el tratamiento y la sanción de textos en los que la intención política prima sobre el fundamento técnico. Por eso, el moderno Estado de Derecho -que se somete a las normas que él mismo crea- prevé en su andamiaje institucional el control de constitucionalidad de las normas aprobadas por el Congreso. Es que si en éste priva la naturaleza política, en la Justicia prevalece el análisis legal. De ese juego de tensiones depende la estabilidad y buen funcionamiento del edificio institucional republicano; de esos contrapesos -que balancean el poder- depende la efectiva garantía de los derechos constitucionales.

Hay que comprender que el concepto de república -nacido hace más de dos milenios y denostado por el populismo oficialista- parte, desde la misma génesis del vocablo (res, cosa; pública, de todos), de la idea de una sociedad que involucra y contiene a todos y cada uno de sus integrantes. Entre sus derivaciones modernas pueden anotarse el reconocimiento del derecho de las minorías, la recepción institucional de su participación -legislativa y en organismos del Estado-, el respeto a su papel opositor y como eventual actor de un recambio gubernamental que alimente la alternancia como factor de oxigenación política del sistema. Y la garantía de todos -personas, grupos e instituciones-, que quedan a buen resguardo bajo el paraguas de la Constitución.

El sentido profundo de la institucionalidad republicana es impedir concentraciones de poder que en su desborde terminen ahogando las libertades y derechos inherentes a la condición de ciudadano en clave moderna. O el riesgo, siempre latente, de que el Poder Ejecutivo avance sobre los ámbitos de los poderes Legislativo y Judicial.

La democracia, por su parte, hace hincapié en el número. Es el gobierno de la mayoría, y la palabra que la expresa contiene desde su origen el gen de un fenomenal salto cualitativo en la historia de la civilización: la sustitución de la pertenencia tribal de los individuos por la pertenencia política. Del demos, la circunscripción barrial, nacieron los ciudadanos, con carta de identidad política otorgada por la polis, la ciudad. Es cierto que no ocurrió de un día para el otro, y que la ampliación del régimen de derechos tuvo sus bemoles y llevó siglos. Pero a partir de las reformas de Solón de Atenas en el siglo VI a.C., los vínculos con la antigua gen y la vieja tribu, así como sus sistemas de derechos y penalidades, empezaron a ceder frente a la vigencia de la ley general de la ciudad-Estado. Y las decisiones políticas comenzaron a adoptarse a través de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos.

De aquella democracia arcaica a la moderna democracia constitucional han pasado siglos. Pero lo permanente es la invencible tendencia -larvada o explícita- a convertir el número en un falso ídolo que justifique su transfiguración en fuente de un poder absoluto. Por eso, lo deseable es lograr un formato institucional que combine la democracia -el poder de la mayoría- con la república -el respeto a todos-. De eso se trata la democracia republicana o la república democrática, configuraciones de la democracia constitucional como expresión del moderno Estado de Derecho que caracteriza a los países más avanzados del planeta.

Eso esperaban muchos argentinos cuando en las elecciones presidenciales de 2007 Cristina Kirchner anunció y se comprometió a mejorar la calidad institucional de la Argentina (anuncio que implicaba el reconocimiento de deslices institucionales durante el gobierno de su marido). Cinco años después, ha ocurrido lo contrario. El vaciamiento institucional se ha acentuado. La constante renovación de las leyes de emergencia le ha permitido al Poder Ejecutivo prescindir en la práctica del Poder Legislativo (salvo cuando tiene mayorías aseguradas en ambas Cámaras) y por consiguiente reducir el papel de la oposición a un lugar próximo a la nada.

En el largo camino de casi diez años de kirchnerismo se han desmontado y copado casi todos los organismos de control público, se ha adulterado el índice clave de la economía, blindado el acceso a la información pública, incumplido diversos fallos y recomendaciones de la Corte Suprema de Justicia, y manipulado el Consejo de la Magistratura para infiltrar a la Justicia con jueces adictos.

El paso siguiente fue escenificar una “gran batalla cultural” contra los medios periodísticos que ejercitan la crítica al poder, y que son caracterizados desde el gobierno como “voceros de sectores oligárquicos cristalizados en las corporaciones del privilegio que buscan destituir al gobierno para defender sus mezquinos intereses”. Para eso había que construir un relato oficial que demoliera el relato “dominante” de esos sectores execrables. De allí las cadenas oficiales y la extraordinaria inversión pública en propaganda mediante el empleo de nuevas plataformas tecnológicas y medios adictos vigorizados con la transfusión permanente de recursos del pueblo a los bolsillos de revolucionarios sobrealimentados con fondos públicos.

La hipotética pluralidad de voces que iba a fogonear la nueva Ley de Medios se redujo a una sola voz, la de la presidenta, que es reproducida por una extensa red de medios oficiales y paraoficiales, voz que repiten sin cesar militantes que parecen clonados.

Y aquí volvemos al punto de partida, cuando el efecto de una grosería política sin precedentes ha provocado la indignación de vastos sectores ciudadanos, la reacción unánime del arco opositor y la advertencia de la Comisión Nacional de la Independencia Judicial respecto de las agresiones que padece el Poder Judicial y desnaturalizan el Estado de Derecho.

Al cabo, sobre el filo del “gran día”, la Cámara Civil y Comercial ha puesto un poco de sensatez en la cuestión mediante un fallo que extiende la medida cautelar hasta que se dicte la sentencia sobre la cuestión de fondo. Hubiera sido una extraordinaria paradoja que la medida cautelar que provoca la furia del gobierno hubiese caído arrasada por la actuación de oficio de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca). Semejante acción hubiera convertido la protección brindada durante tres años en un absurdo jurídico, al reducir a escombros la lógica que sustentara el otorgamiento de la medida: impedir la irremediable destrucción de derechos en análisis. En tal caso, se hubiese consumado la hipótesis de “denegación de Justicia” sobre la que alertó la Corte, indicándole al juez de primera instancia que falle sobre la cuestión de fondo. De haberse concretado la “denegación de Justicia” se hubiera quebrado un pilar fundamental de la república y puesto en riesgo la estabilidad del Estado de Derecho. Ése sí hubiera sido un golpe institucional.