lo que se espera

Hechos, no palabras

Hechos, no palabras

Hanna Arendt y Cristina Fernández de Kirchner. ilustración: lucas cejas

El reciente discurso presidencial muestra que la presidenta cree que su relato es creador de realidades.

Sergio Serrichio

[email protected]

Aunque la sobrecarga de fechas fundacionales o épicas le quite lustre al discurso que quiere resaltarlas y los traspiés judiciales vayan convirtiendo esos hitos en nociones elásticas, a esta altura del baile por la aplicación de ley de Medios, la más reciente “madre de todas las batallas” del siempre renovado repertorio de batallas del kirchnerismo, cabe preguntarse si la madre de los batalladores, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK), cree realmente en lo que dice.

El interrogante no es si cree en lo sustantivo de su discurso. Por caso que, si logra el vía libre judicial a la aplicación de todas las disposiciones de la ley a todos los actores involucrados (al menos, a los que el gobierno elija), se habrá allanado el camino hacia la felicidad del pueblo argentino y corrido el velo con el que los insidiosos medios de “la corpo” y de “la opo” le impiden ver lo bien que estamos yendo. Es obvio que la presidenta “cree” eso, del mismo modo en que cualquier poderoso ensimismado cree en sus prácticas más arraigadas. Es una necesidad profesional, un ejercicio exento de cualquier posibilidad de examen crítico, inmune a la evidencia, que hasta vuelve innecesario el recurso al cinismo.

La cuestión es si, camino de la afirmación de esas, por así llamarlas, “verdades fundamentales”, CFK cree de verdad que puede reescribir la historia, crear verdades con el verbo presidencial, decir lo que no es. Pues en eso, decir lo que no es, consiste lo que en sus “reflexiones sobre la mentira” Alexandre Koyre definió como la mentira política.

En su discurso del domingo en Plaza de Mayo, la presidenta dijo, por ejemplo, que los argentinos vivimos en democracia apenas 29 de los últimos cien años, “menos de un tercio de nuestra historia desde que los argentinos pueden votar”. Pasó así por alto dos gobiernos (uno completo, otro truncado) de Yrigoyen, el de Marcelo T. de Alvear, los dos primeros de Perón (el segundo, truncado, igual que le pasó a Yrigoyen), los de Frondizi e Illia (surgidos de elecciones, aunque con el peronismo proscripto) y los casi tres años de gobierno peronista entre 1973 y 1976. En suma, ignoró 32 años para rescatar 29.

No fue olvido, sino pura conveniencia. Porque, ahí nomás, la presidenta habló del derrocamiento de Yrigoyen y el rol de la Corte Suprema de Justicia de entonces, que declaró “legítimo y legal los golpes militares” (sic). La intención era clara: cuestionar al Poder Judicial y, en especial, sus credenciales “democráticas”. De hecho, CFK planteó su indignación porque “hay sectores que se siguen conduciendo con una lógica de no respeto a la voluntad popular”, arremetió contra “jueces sin responsabilidad”, que “dejan en libertad a personas que vuelven a delinquir, a matar o a violar” y pidió (en nombre de “la gente”) “una Justicia que sirva al pueblo”.

Esto es, a Ella misma

Se la comparta o no, la parrafada tiene su lógica. Pero, contrastada con los hechos, es casi delirante. El gran aliado político de CFK en la Corte es Raúl Eugenio Zaffaroni, un juez “garantista”. Y el mismo gobierno apañó las actividades del “Vatayón Militante”, el grupo K que, entre otros, sacó de gira a Eduardo Vázquez, el ex baterista de Callejeros preso por asesinar a su esposa, Wanda Taddei, con el auspicio del Servicio Penitenciario Federal y para hacer proselitismo carcelario (el lugar de llanero judicial que el crisnerismo asigna a Zaffaroni es curioso también por otro motivo: Zaffaroni fue designado juez por una dictadura, fue ascendido y juró por las constituciones de otras y se cuidó mucho de perturbar a los poderosos o defender a los indefensos: fue un negador serial de hábeas corpus en tiempos en que ese recurso podía significar la diferencia entre la vida y la muerte de una persona).

“Nosotros también exigimos para todos los poderes del Estado la misma conducta y comportamiento de decoro republicano, independencia y respeto a la voluntad popular, a la voluntad del Parlamento. Porque si no se tiene respeto a la voluntad del Parlamento donde está representada la esencia de la democracia, en esa Cámara de Diputados donde se representa al pueblo, en esa Cámara de Senadores donde están representadas las 23 provincias argentinas y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, si no se respetan las leyes que legalmente emanan de allí, ¿de qué democracia estamos hablando?”, dijo en otro pasaje CFK.

De vuelta, se puede estar o no de acuerdo, pero la clave es olvidar los hechos. Esas palabras son de la misma presidenta que en 2008 vetó una ley (de Glaciares) votada por unanimidad en Diputados y con sólo 3 disidencias parciales en el Senado. Una nueva ley fue sancionada en 2010, pero en los dos años que mediaron, las mineras y los gobiernos locales aliados, particularmente el de San Juan, recurrieron a las Cortes provinciales para neutralizar completamente su aplicabilidad.

La reincidencia presidencial en negar lo que Hanna Arendt llamó la “verdad factual” no es algo que deba tomarse en broma. Transformadas en “verdades de Estado”, esas afirmaciones tienen poder y efectos. “Los hechos y las opiniones -escribió Arendt-, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí; pertenecen al mismo campo. Los hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser legítimas mientras respeten la verdad factual”. Porque, como Arendt dice todavía más claramente en otro pasaje de “Verdad y Política”, “la libertad de opinión es una farsa a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos”.

El gobierno, en cambio, aspira a “cambiar” la realidad reescribiendo la historia, editando el diccionario, truchando estadísticas, afirmando lo que no es. Así inventa heroísmos que no fueron, niega la inflación, “expande” a la clase media (cuyas manifestaciones, paradójicamente, busca demonizar), relativiza la inseguridad, “amplía” derechos, “recupera” el Estado, “industrializa” la economía, “democratiza” la palabra. Cada tanto, la pintura se corre, el gobierno retoca y busca chivos emisarios. Y cuando el edificio de mentiras se derrumbe, encontrará culpables. Ante tanto verbo, anotemos obstinada y rigurosamente los hechos.