SOBRE LA LECTURA. PLACERES, OBLIGACIONES, USOS

Leer, o el puro goce que espera

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La lectura exige una cierta predisposición física y psicológica que está reñida -ontológicamente- con la noción de acumulación. Más páginas pueden no significar nada. En la foto, la Biblioteca de la Abadía Benedictina Maria Laach.

Foto: EFE

Estanislao Giménez Corte

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Leer es un placer. Es una obligación, es un trabajo, es una manía, es una necesidad. Pero es un placer. ¿Lo es? ¿Lo fue, lo sigue siendo? ¿Lo hemos olvidado? ¿Se ha perdido entre pilas de programas de estudio, se ha ahogado entre las currículas, abrumado por las imposiciones, por los exámenes, por las improntas del academicismo? ¿Ha desfallecido, el placer, a manos de la pretensión de acumular saberes, de los ejercicios mnemotécnicos que obturan, impiden, coartan? ¿Hemos olvidado el originario placer de la lectura a causa de la ostentación, de las citas de autoridad, de las poses, de la afectación intelectual?

LEER PARA SER

Leer ¿es una marca de época? “Hay que ser leído; esa persona es leída”. Tales extravagantes formas gramaticales, repetidas por parte de la clase media de mediados del siglo XX en la Argentina, atravesaron décadas en las cuales portar ciertos saberes forjaba una suerte de carta de presentación ante el mundo: decir unos cuantos nombres, recordar unos cuantos títulos, trazar genéricamente algunos ‘ismos’ (el marxismo tal cosa, el existencialismo tal otra, el latinoamericanismo tal otra) incluía. Forjaba una pertenencia, un código de pares ante el espanto de la ignorancia, una suerte de síndrome de igualación entre los interesados en las bibliotecas. Una fuerza de época, arriesgamos, encontraba en la lectura una práctica vital. Se leía como un modo de elevación intelectual y espiritual, algo que no dependía de los sucesos laborales ni de los recursos económicos. Se construía algo propio sólo determinado por la voluntad: una voluntad por saber, por entender, por conocer. Por acercarse a las voces de los genios. Una voluntad por abrir.

LEER PARA HACER

Leer es un placer pero, ¿es útil? ‘¿Para qué sirve leer?’. Tal podría ser una pregunta repetida más cercana en el tiempo. Una pregunta representativa de unas generaciones (¿las actuales?) apáticas ante lo no funcional, perezosas ante la inexistencia de “lo inmediato”, incapaces de avizorar el largo plazo. ¿Que para qué sirve?: hay tantas respuestas a ello como perplejidades posibles. Si leer es parte del trabajo de una persona, la respuesta se da por sí misma, cae por su propio peso, pero siempre dentro de una cierta lógica utilitarista o funcional de la lectura. En muchísimos casos, más allá del ejercicio de las Letras (digamos, de la docencia, de la investigación, etc), por ejemplo en el Derecho, es de vital importancia ser un buen lector. Pero la lectura se da, si se quiere, tras las pretensiones del hallazgo de vacíos legales, vaguedades, improcedencias. Se lee “para” (vencer en un caso o imponer condiciones). Ahora, si leer no es parte del trabajo de una persona, o lo es tangencialmente, aquella pregunta no encuentra demasiadas respuestas. Si leer es un placer no sirve para nada como no sea el propio placer de esa persona. Pero, justamente, esa persona no lee por ningún otro motivo que no fuera ese propio y poco funcional placer. Esa lectura encuentra su sentido en el propio acto, en un presente perfecto del acto de leer. Alguien dirá que, de todos modos, toda lectura influye de algunas formas misteriosas en las personas, desde las posibilidades del uso del lenguaje a los modos de concebir las cosas.

LEER PORQUE SÍ

La lectura no sirve para nada porque carece de una función utilitaria directa. Sin embargo, a largo plazo, podemos pensar, sus efectos benéficos pueden observarse en múltiples manifestaciones. Ello se da muy indirectamente, a la distancia, sin que medie un interés previo. El problema es que, como práctica placentera, la lectura implica también un cierto esfuerzo de concentración y de regularidad. Y aquí es donde la noción de placer colisiona con el esfuerzo que demandaría ello. Pero el placer no es necesariamente lo fácil, lo lábil. Podríamos decir que, en la lectura, se daría esta ecuación: a mayor esfuerzo mayor placer. Penetrar el universo de un autor cualquiera puede derivar en la percepción y el disfrute de una poética quizás ardua pero extraordinaria. Pero ello es casi imposible de transferir. Algunos encontrarán eso en unos autores y otros en otros.

Ahora, sin ese principio del placer, quizás toda lectura queda obturada por un ansia de resultados cuyas derivaciones son más bien complejas. O se halla en las antípodas de lo que podemos llamar la lectura como placer despojado de usos. Podría ser el caso de los investigadores en ciencias sociales, por ejemplo. Éstos ‘deben’ leer merced a una rutina de trabajo más cercana a la obligación que al placer. A la demanda de una utilización de esa lectura “para algo” y no como mero recorrido. Pero ése es su trabajo. Nadie podría cuestionar ello en su sano juicio. E incluso esas personas encontrarán en ello su dosis de placer. Pero aquí, quizás algo ingenuamente, estamos anteponiendo u oponiendo la noción de obligación a la noción de placer. Podría decirse, sí, que la mera predisposición física es muy diferente en uno y otro caso: tal vez porque una lectura es ociosa y la otra es “laboral”. Podemos pensar que toda lectura antecedida por la necesidad de la obtención de ciertos resultados no es libre en tanto tal: es una lectura atravesada por un espíritu detectivesco que pretende encontrar nociones, conceptos, categorías, relaciones, citas para un ulterior trabajo. Que hurga en el texto y lo interroga, que toma el texto como “insumo” para otra cosa. La otra lectura, la lectura del ocio, no quiere encontrar nada, no pretende nada, porque sólo está sustentada en el interés del sujeto por ese texto, no por su propio interés sobre qué cosas de ese texto pueden servirnos para tal o cual cosa. La lectura de un escritor, podemos suponer, está atravesada tanto por el placer como por el intento de determinar procedimientos, modos, formas de los otros autores. Ahora ¿qué sucede si pensásemos que la lectura que más y mejores consecuencias tiene no es aquella que está atravesada por el ansia utilitaria sino por el propio placer? Se daría aquí una suerte de paradoja: la lectura placentera impactaría en el sujeto de formas mucho más profundas que la lectura interesada.

LEER PARA MEDIR

La lectura ¿es una competencia? La lectura permite el ingreso en una suerte de pseudo universo de las gentes preocupadas y ocupadas en cierta formación. Lo que algunos llamarían la intelectualidad. Entre estos particulares sujetos pareciese haber, en algunos casos, una suerte de competencia por acumulación. Unos y otros quieren o pretenden estimar “cuánto” leyó el otro. Como si el hecho de leer fuese una suerte de carrera de largo aliento en la acumulación de títulos y autores. Como si esa acumulación fuese en sí misma un mérito. Esa unidad de medida -cuánto leyó esa persona- puede estimarse más o menos fácilmente, pero hay personas que pretenden, a partir de esa estimación, sacar conclusiones.

Podría decirse que la lectura, como práctica, está reñida con cierta dinámica (con cierta mecánica) que otras prácticas pretenden imponerle. Se me dirá que ello depende del tipo de trabajo que se ejecute. Claro que sí, pero ¿no es finalmente esa lectura una lectura pesada, aparatosa, resentida en su naturaleza, una lectura que pretende acumular información y no paladear el propio acto de la lectura? La lectura no puede ser cuantificada (por tiempo, por cantidad de páginas) con la misma lógica con que se cuentan cuántos tornillos se producen en una fábrica. La lectura exige una cierta predisposición física y psicológica que está reñida -ontológicamente- con la noción de acumulación. Más páginas pueden no significar nada, si es que esa cantidad no está determinada por la sumersión profunda en el texto. Leer no es una tarea administrativa, procedimental, estructurada: en parte depende de cuestiones anímicas. Está determinada por otra lógica. Por eso puede parecernos absurda la imposición de una cantidad de horas fijas a la lectura. Ello depende de muchas cosas, pero quizás esencialmente de la empatía que se establece entre lector y autor, en ese momento determinado.

Leer es un placer. Lo es. Sólo que es un placer que por momentos vemos allá lejos, muy por detrás. Tapado por la extraordinaria seducción instantánea de las imágenes. Debajo de pilas de esforzados y ripiosos tratados de investigación y manuales y diccionarios y enciclopedias. Un placer que espera, todavía, luego de las academias, de los institutos, de los intelectuales. Un poco más cerca de los artistas, sí, allí. Si observamos bien, ahí mismo, voces como desde lejos dicen más o menos la belleza. Son las voces de los autores libres reducidas a afonía por las instituciones.