Preludio de tango

Héctor Marcó, porteño y bailarín

Manuel Adet

Alguna vez un crítico lo calificó como un poeta menor. Son esas cosas que se escriben de manera irresponsable y en más de un caso exhibiendo una ignorancia digna de mejor causa. Conversando con amigos, les decía que a un poeta cuyos poemas fueron interpretados por Edmundo Rivero, Roberto Rufino, Ángel Vargas, Jorge Maciel o Alberto Podestá, entre otros, no se lo puede calificar, muy suelto de cuerpo, como un poeta menor. Sus amigos Agustín Magaldi y Carlos Di Sarli seguramente no hubieran admitido esta evaluación. Carlos Gardel, que lo conoció y que prometió grabarle un tango, seguramente tampoco hubiera pensado lo mismo.

Héctor Marcó -en realidad se llamaba Héctor Domingo Marcolongo- hizo lo suyo y lo hizo con dignidad. Seguramente, su obra como totalidad no posee la envergadura de un Manzi o un Discépolo, pero de allí a descalificarlo como un poeta menor hay una gran distancia. Si es verdad que a un escritor hay que evaluarlo por sus realizaciones de mayor calidad, Marcó puede aspirar a estar entre los mejores. Tangos como “Whisky”, “Mis consejos” o “Callejón”, merecen esa calificación. “Whisky”, por ejemplo, fue grabado en el sello RCA Víctor en octubre de 1957 por la orquesta de Di Sarli con la voz de Jorge Durán. Personalmente, es la versión que más me gusta, aunque la de Abel Córdoba es magnífica. “Callejón” tiene varias versiones. Me inclino por la del “Negro” Miguel Montero, y en tiempos actuales, la de Luis Filipelli. “Callejón” fue escrito en 1938 y la música pertenece a Roberto Grela. Desde el punto de vista estético, es el poema más elaborado de Marcó.

Por último, cómo no mencionar “Mis consejos” y la versión de Edmundo Rivero, con guitarras, de 1954. Si ese tango hubiera sido lo único escrito, Marcó se habría ganado el bronce, porque en su modalidad el poema es perfecto. El tango tiene esas cosas. Yo lo escuché por primera vez a los veinte años, un sábado a la noche que me estaba preparando para salir. Lo escuché y me sentí el muchacho a quien iban dirigidos esos consejos. Y ahora lo sigo escuchando y me parece que soy yo el que le sigue los pasos al pibe, “tambaleando madrugadas con diez copas y algo más”.

Y ya que estamos con Rivero y Marcó, cómo no recordar algunas versiones pintorescas y satíricas, tangos que exigen para ser escritos una singular capacidad de observación, una destreza particular con el lenguaje y calle, mucha calle. Me refiero, por ejemplo, a “Cómo querés que te quiera”, “Tirate un lance” y esa joyita de Rivero que se llama “Tardecitas estuleras”, cuyo primer verso, “Ricardo prepará el mate y alguna copita fuerte, que pa’ relojear la suerte voy a caer al stud”, era un homenaje a su hermano Ricardo, cuidador del stud Nido Gaucho, propiedad de Héctor. Los burros, dicen sus amigos, eran la perdición de Marcó. El stud Nido Gaucho estaba en San Isidro, pero a la hora de palpitar una carrera, a nuestro amigo todo le venía bien: Palermo, La Plata. Para escribir esos poemas burreros hacía falta saber mucho del tema y vivirlo intensamente, además de disponer de una maestría singular en el dominio del lenguaje. Así como Irineo Leguisamo fue el jockey preferido de Carlos Gardel, el “Pulga” Héctor Ciafardini fue el de Marcó, y su exclusiva satisfacción la tuvo aquella tarde de sol, cuando el “Chiafa” lo honró corriendo con su caballo.

Marcó perteneció por méritos propios a esa tribu de personajes de la bohemia porteña de entonces, muchachos talentosos y atrevidos que escribían poemas, subían a los escenarios para interpretar alguna obra de teatro, los convocaban para escribir el guión de alguna película y cuando podían se le animaban a la guitarra, al piano o al fueye y nunca le decían que “no” a alguna aventura amorosa.

Marcó, hasta pasado los treinta años, estaba convencido de que lo suyo era el canto y no la poesía. Porteño de ley, nació en una casa de la calle Carlos Calvo -que entonces se llamaba Europa- en pleno barrio de Boedo, el barrio de Sebastián Piana, González Castillo y su hijo Cátulo, el 13 de diciembre de 1906 y murió en la misma ciudad el 30 de septiembre de 1987. Siempre le gustó la música y nunca tuvo reparos para subirse a un escenario, incluso cuando tenía pantalones cortos. Como tantos aspirantes a artistas, supo conseguir alguna recomendación oportuna para entrar a la radio, en este caso la Nacional. Tan mal no le debe de haber ido porque en 1926 el dúo Ruiz-Acuña le grabó el vals “Dolor” y la tonada “Riojanita”. Para esa época, todo parecía indicar que lo suyo sería el folclore, aunque llegado el caso no tenía problemas en sumarse a alguna banda de jazz o escribir un foxtrots, como por ejemplo, “La hija del pescador” grabado en 1931 por Agustín Magaldi.

El poeta, el cantor improvisado, el músico de vocación, en algún momento trabajó en al compañía de Camila Quiroga cuyas obras se representaban en el Teatro Sarmiento. Luego integró el elenco teatral dirigido por Alberto Vaccarezza, donde participó en la obra “Sainetes porteños”. Para esa temporada, lo conoció a Gardel y ni lerdo ni perezoso le entregó uno de sus poemas para que se los grabara. Según los chismes de la época, Gardel lo recordaba a Marcó no como cantor o poeta, sino como integrante del stud de Maschio, un mérito que para Gardel constituía la mejor de las presentaciones. El tema que le entregó para que lo cantase se titulaba “Conscripción”, pero finalmente Gardel no pudo porque viajó a Europa esa misma semana. La otra amistad importante cultivada en aquellos años fue la de Agustín Magaldi, quien en julio de 1936 le grabará dos temas: “Alma mía” y “Yo tengo una novia”. La música la compusieron los guitarristas de Magaldi: Diego Centeno y Rosendo Pesoa.

En 1942, le escribe la música a la película “El camino de los llaneros”, dirigida por Mario Soffici. En la ocasión, lo conoce a Edmundo Rivero que participaba en el film no como cantor sino como guitarrista. A Marcó, le gustaba definirse como “porteño y bailarín”. A su manera, era un personaje con todos los atributos pintorescos del caso: mujeriego, jugador, nochero. A mediados de la década del treinta, se dio el lujo de constituir su propia orquesta. Santos Lipesker y Julio Ahumada en los bandoneones, y Juan José Paz, en el piano. La orquesta, según los críticos de la época, sonaba bien y se había ganado un lugar en Radio el Mundo. Las temporadas nocturnas las celebraban en el balneario El Ancla, de Vicente López, escenario que alguna vez lo inspiró para la escritura de “Esta noche de luna”, que luego interpretarían Rufino y Jorge Maciel con la orquesta de Osvaldo Pugliese. La aventura como director de orquesta no duró mucho. Las impuntualidades de los músicos, la vida disipada y la indisciplina para los ensayos pusieron rápido punto final a esta experiencia, y lo convencieron de que no estaba llamado a ser director de orquesta. Tampoco será cantor. Una temprana afección a la garganta lo apartó de ese oficio.

Para esos años, conoció a Carlos Di Sarli. En realidad, se lo presentó el músico Cayetano Puglisi. El encuentro se celebró en un bar de Tucumán y Maipú, frecuentado entonces por la farándula tanguera. Di Sarli decidió ponerlo a prueba y le tarareó una melodía de su autoría. Inmediatamente, Marcó se comprometió a escribir el poema. Esa misma noche de noviembre de 1939 el maestro Di Sarli estrenó el tango “Corazón”. El cantor que lo interpretó fue Roberto Rufino. Una distinguida sociedad entre Di Sarli, Rufino y Marcó terminaba de constituirse para gloria del tango.

Héctor Marcó, porteño y bailarín