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¡No me entra la malla!

Es una tragedia, ya lo sé, pero no entra, qué quieren que le haga. Y como buena tragedia, hay que remontarse a los griegos, pues ya Anaxágoras establecía un principio hasta hoy vigente: la malla del año pasado es incompatible con los porrones de éste. Visionarios los griegos.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

 

Con estos calores, con la primera aproximación a una pelopincho, a la pileta de un club, a la quinta, al río o al balde y a la manguera, uno entra a buscar en los cajones. Escarbamos hasta dar con la malla azul o roja, o a cuadritos o a rayas, en fin, la malla del año pasado.

La primera impresión es óptica y uno es un tipo de intuiciones certeras: ahí yo no entro ni a palos. Uno ya está pulseando mal con la malla del año pasado, llevándose mal con ella y súbitamente también consigo, descubierto en un solo acto su gusto por los tallarines del lejano invierno, las comidas hipercalóricas que diseñaron para las navidades del crudo invierno en el norte (cuando nosotros estamos en el cocido verano del sur) y la cerveza, un bien que nos hemos ganado a puros hectolitros por el gañote y que cambien sus costumbres las otras ciudades, qué tanto.

Con la malla a media asta (o hasta, en este caso: hasta acá llegó), uno descubre ese principio griego, de Empédocles, que asevera que cualquier malla es incompatible con el morfi y chupi de todo el año. Difícil tener abdomen liso, en una ciudad que le da al liso como loco.

Las mallas son crueles porque de prepo descubren lo que el invierno tapaba y ya no sólo se trata de cuerpos, sino de estilos: las y los que estuvieron cuidándose y yendo pacientemente al gimnasio (y ahora andan con la malla del año pasado o con la que quieran) y las y los que estuvimos en otra cosa.

Nótese también que la malla, así como la ven, está en abierta discordia con el ombligo y eso que se presuponen y se estudian mutuamente (uno no concibe una malla sin su obligo, es de dotación reglamentaria), porque cuando más pequeña es la primera le pone más exigencias al segundo.

Así es que por fin, uno se convence que es más rápido (el tipo quiere bañarse hoy) comprar una malla más grande que intentar, como los boxeadores, bajar de peso en cuestión de horas.

También hay engaños ópticos notorios en la tienda. El vendedor quiere venderte, y si vos hiciste media mueca de satisfacción, así se trate de la malla que no pudo encajarle a nadie en ocho temporadas, el tipo te va a estar diciendo que te queda bárbaro. Sucede que cuando uno va a comprar una malla difícilmente mire lo que es y en cambio uno se solaza pensando en cómo debería ser: ahí nos tienen frente al espejo del probador (medio metro por medio metro: ni tu perro te mira de tan cerca, qué perspectiva puede uno tener desde ahí) escondiendo la panza e inflando el pecho, trabando. La malla, nuevita y sin mojarse, te va. Además, a los negocios no los abren a la siesta, que es cuando uno terminó de morfar y se va para la playa. Al contrario, uno va a media tarde, livianito, a lo sumo con un par de mates, deshinchado, y viste que no podía estar tan gordo yo...

Las mallas deberían venderse en la misma playa o al lado de los quioscos de porrones, los verdaderos medidores de nuestro estado corporal.

Así que acá estamos: esto no va para ningún lado, malla de porquería. Hasta el elástico le dejé liso. Y ya que hablamos de liso: mozo, traiga otro, antes de irme urgente a comprar otra malla.