La vuelta al mundo

Lincoln

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Rogelio Alaniz

“Lincoln” es el título de la película dirigida por Spielberg que, a partir de esta semana, se proyectará en las salas de cine de nuestro país. No se trata de una biografía en el sentido clásico del término, sino de la recreación de un momento histórico singular en el que se declara prohibida la esclavitud en los Estados Unidos de Norteamérica. Esto ocurrió el 1 de febrero de 1865, dos meses antes de que terminara la guerra civil, dos meses después de que Lincoln fuera reelegido presidente y luego de casi cuatro años de encarnizados combates entre el norte industrial y el sur agrícola y esclavista, combates en los que murieron más de medio millón de hombres. Un dato más para no perder la perspectiva histórica: la abolición de la esclavitud se aprobó dos meses y medio antes de que Lincoln fuera asesinado.

Decía que la película no es propiamente una biografía, aunque si como sostiene Borges, “un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar”, bien podría decirse que la clave de este hombre extraordinario, aquello que le da significado a toda una vida, muy bien podría registrarse en esos intensos días de enero de 1865, cuando el entrelazamiento de circunstancias políticas y personales pusieron a prueba su temple y le permitieron ingresar en la historia grande de una nación.

Volvamos a la película. Para principios de 1865 las tropas del los generales Grant, Sheridan y Sherman acorralaban a los bravos soldados dirigidos por el general Lee. En ese contexto, Lincoln quería poner fin a la guerra con una iniciativa que afianzaría la autoridad del presidente de los EE.UU.; asestaría un golpe durísimo a la Confederación y, al mismo tiempo, cumpliría con uno de los grandes objetivos históricos, es decir, liquidar a la esclavitud.

Para entender ese escenario histórico, algunas consideraciones son necesarias. Contra lo que se cree vulgarmente, la esclavitud no fue la causa principal que dio lugar al inicio de la Guerra de Secesión. Por lo menos no fue la causa política visible. Cuando Lincoln asumió la presidencia en 1861, en el acto los Estados del sur se separaron de los Estados Unidos y se declararon independientes. La imputación principal que los plantadores le hacían al presidente recién electo era que iba a ponerle punto final a la esclavitud, una iniciativa que arruinaría a los distinguidos aristócratas dueños de las plantaciones de algodón. Pero lo que se sabe menos es que Lincoln hasta ese momento nunca había dicho que ese era su objetivo, ya que lo que proponía era impedir que la esclavitud se instalara en los nuevos Estados, y no hay ningún escrito en el que proponga liquidar a la esclavitud en los estados sureños.

¿Y entonces? Lincoln lo dijo en diferentes ocasiones: moralmente condenaba la esclavitud, se jactaba de que no tenia esclavos a su servicio, pero como político aceptaba los rigores de la realidad y entendía que proponer su abolición significaba encender el fuego de la guerra civil, una desgracia nacional que él quería impedir a toda costa. Cuando los abolicionistas, es decir el núcleo duro y radical de militantes antiesclavistas le reprochaban sus ambigüedades y concesiones a los caballeros sureños, él respondía que una ley nunca podría resolver aquello que estaba incorporado a las tradiciones e intereses y prejuicios de amplios sectores de la sociedad. Según su criterio, había que dejar que el tiempo fuera creando las condiciones para una progresiva abolición y, precisamente, una de esas disposiciones era la de prohibir la esclavitud en los Estados donde todavía nada se había decidido al respecto.

La guerra, por lo tanto, se inició cuando lo ejércitos del sur tomaron el fuerte Sumter en abril de 1861. En ese punto Lincoln no hizo ninguna concesión. Admitía la esclavitud donde existía, pero no aceptaba la secesión y, mucho menos, que lo Estados separatistas se apropiaran de los bienes e instituciones del Estado nacional. Asimismo cuidaba con esmero las relaciones con aquellos Estados esclavistas que no se habían sumado a la Confederación. Como corresponde a un político práctico, Lincoln no estaba dispuesto a ganar más enemigos que los que ya tenía.

El reclamo daba cuenta del estilo político de un hombre que unía a su cultura y sensibilidad, un singular talento para captar el humor de la sociedad y un estilo de acción política en el que la astucia y las exigencias morales nunca se presentaban como opciones antagónicas. También aludía a su condición de moderado, de político paciente decidido a respetar los tiempos, lo cual en ningún caso debía confundirse con debilidad o indecisión. Lincoln en todo momento se concibió como el presidente de los Estados Unidos -de todo Estados Unidos-, y no estaba dispuesto a dar un paso que contradijera ese principio. Comprometido a librar una guerra civil que nunca deseó ni buscó, será implacable a la hora de tomar decisiones militares, pero en todo momento dejará abierta una puerta para el diálogo y la negociación. Y en más de un caso se enfrentará con ministros y jefes militares por negarse a fusilar desertores, es decir, por añadir una muerte innecesaria a un país que se estaba desangrando en una guerra civil feroz y prolongada.

El 2 de enero de 1863 Lincoln declaró la liberación de los esclavos de los Estados rebeldes. Fue una decisión histórica que no significó la abolición pero asestó un golpe durísimo a los plantadores. El decreto alentaba la deserción de los esclavos, quienes ni lerdos ni perezosos huyeron hacia el norte para alistarse en los ejércitos de la Unión. Tomó esa decisión en su carácter de comandante en jefe de las fuerzas armadas, y no como presidente. Es importante hacer esta distinción, aunque a nadie se le escapó que con ese decreto la definitiva abolición de la esclavitud estaba a la vuelta de la esquina. En aquellos días Lincoln declarará a la prensa: “Cuando oigo a alguien hablar a favor de la esclavitud, siento un vivísimo deseo de probarla en él personalmente”.

A fines de 1864 la Cámara de Diputados aprobó la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos. El paso final había sido dado, pero era necesario que lo ratificara la Cámara de Senadores con los dos tercios de los votos. Allí la relación de fuerzas no era favorable para el gobierno. En el propio partido de Lincoln, su ala derecha se oponía a una decisión de ese tipo. En el Partido Demócrata había una mayoría de legisladores a favor de la esclavitud.

Lincoln estaba convencido de que la sanción de esa ley pondría punto final a la guerra, por lo que la unión nacional podría al fin concretarse, pero ya sin esclavos. Por lo tanto era necesario maniobrar para conquistar una mayoría que al primer golpe de vista no existía. En consecuencia, el primer paso consistiría en convencer a la derecha republicana de que la abolición de la esclavitud era la condición necesaria para terminar con la guerra. Sólo así los republicanos estarían dispuestos a apoyar a Lincoln. La maniobra a dos bandas incluía convencer a los abolicionistas radicales para que depusieran sus actitudes más duras y se avinieran a negociar. Dicho con palabras actuales, parlamentaba con la derecha y la izquierda.

El segundo paso apuntaba a persuadir a algunos diputados demócratas para que votaran el proyecto presidencial. ¿Cómo hacerlo? Lincoln no tenía dudas al respecto: había que convencerlos, pero si por ese camino no se avanzaba había que comprarlos, es decir sobornarlos con cargos públicos o dinero. Así de sencillo y así de complicado. A todo esto, un nuevo frente de tormenta se abría sobre el terreno: los comisionados del sur, alentados por un operador de Lincoln, viajaban a Washington para negociar la paz. Si los republicanos de derecha se enteraban de que era posible firmar la paz sin necesidad de abolir la esclavitud, no votarían el proyecto oficial. Entonces, los asesores del presidente le exigieron que desconociera a esos emisarios del sur. Lincoln los escuchó pero no les hizo caso. Es que entendía que la jugada a dos puntas -si bien era riesgosa- debía hacerse. El político, en este punto, se transformó en un artista en el manejo de los tiempos y en el arte de resistir presiones.

De todos modos, el tema más complicado era el soborno de los diputados demócratas. No era fácil, pero había que hacerlo. Se trataba de una ley que -sí o sí- debía ser aprobada. Lincoln no vaciló, pero algunos de sus colaboradores sí. Esa era la diferencia entre un general y un soldado o entre un jefe político y un diletante. Para colmo de males debía afrontar en esos días una crisis personal con su hijo y las crónicas escenas de la insoportable de su mujer. No obstante ello, la estrategia estaba en marcha. Como mínimo, quince legisladores demócratas debían ser comprados. ¿Estaba bien? ¿Estaba mal? En ningún momento Lincoln parece haberse sentirse dominado por el sentimiento de la culpa. A su criterio, la liberación de los esclavos y el fin de la guerra justificaban un procedimiento reñido con principios morales de índole personal.

(Continuará)