Entrevista a Milita Molina

En literatura lo que está en juego es “la pura singularidad”

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Radicada en Buenos Aires desde hace muchos años, Milita Molina recuerda a Santa Fe y a su juventud en “Mi ciudad perdida” (Editores Argentinos hnos), una obra inclasificable (¿novela, poemas en prosa, fragmentos, relatos?) en la que cincela con gracia y no poco dolor el estilo que viene perfilándose desde “Fina voluntad”, de 1993, a “Melodías argentinas”, de 2008.

Por Enrique Butti

—¿Cómo reacciona frente a esas etiquetas que suelen usarse en el intento por clasificar sus textos: jamesiano, lamborghiniano, macedoniano...?

—Todas las etiquetas son “comodines”, perezas de lo cultural, y se entiende que usarlas facilita poder “ubicar” a alguien en determinado grupo, tendencia, generación. Esa práctica lo único que hace es atacar la singularidad, “rebajar al individuo”, para decirlo en palabras de Kierkegaard. Aparte de que no se puede ubicar lo que es en sí mismo descolocado, la escritura lo es porque la vida lo es. Pero es muy propio de lo cultural (que siempre está del lado de lo general) eso de no concentrarse en lo singular sino ir corriendo a establecer relaciones, influencias, comparaciones, genealogías, linajes. Hay un documental extraordinario sobre Chet Baker donde le dicen que hay mucha gente que dice que él toca la trompeta “como” Dizzy Gillespie y “como” Miles Davis. Baker, que ya está deshecho por la heroína, hace un gesto de tristeza infinita cuando escucha ese “como” (no tiene la menor importancia si la comparación era con los grandes) y dice seca y amargamente algo así : “Y bueno... si alguien no puede distinguir el sonido de Davis, del de Gillespie o del mío... Y no agrega nada más. Pero hay que ver la mueca de perplejidad y tristeza que asoma. Lo mismo le pasaba a Kerouac cuando lo ponían en la generación beat y lo relacionaban con Burroughs, con Ginsberg, etc. Cosa que se sigue haciendo. Me parece que ahí pasa algo básico: la distancia entre lo social de la cultura (lo beat, por ejemplo) y lo particular de la escritura. Hay un abismo. Pero es cómodo salir del desbarranco por el lado de lo social

—Entiendo que para usted la lectura no es una influencia sino más bien una onda de choque que se expande en todos sus libros.

—La influencia: ¡qué palabra desdichada! Creo que habría que tomarla muy en serio y desarrollar y le agradezco esta oportunidad. Es cómico pensar en términos de influencia cuando lo que está en juego es la pura singularidad: Kierkegaard escribió toda su obra para enfocarse en la singularidad más radical, una singularidad que no admite “ejemplos” o “modelos”. “Ni Cristo lo fue”, escribe Kierkegaard. Esto es muy claro cuando Kierkegaard cuenta sobre el predicador que les trasmite con fervor a sus feligreses la historia de Abraham que no vacila en levantar el cuchillo para matar a su hijo si Dios se lo pedía y se constituye con su gesto en un modelo de la fe. Un feligrés que escucha el sermón queriendo “imitar” la fe de Abraham, vuelve a la casa y mata a su hijo. Ese hombre es éticamente un asesino, escribe Kierkegaard. Y no porque Abraham “tuviera coronita” sino porque Abraham era un modelo de la fe sólo para Abraham. La cosa va de uno a uno. Otra cosa es la influencia en el sentido que le daba por ejemplo Henry James, que la veía como algo material, algo que podía beberse en pequeñas pociones, como un veneno. Uno queda envenenado con algunos libros, no se repone de algunas lecturas, los lleva con uno, vive acorde con eso. Y esta no es una posición romántica, es la de Sollers cuando dice “dentro de un tiempo va a haber muchos libros, pero pocas vidas para vivirlos”. No hay modelos, hay autores en todo caso que como dice Raymond Federman de Beckett nos “inventan la vida” o como escribió Esteban Bertola sobre Leónidas Lamborghini: “me traumatizó la vida”. Eso no es una influencia.

—Ya usted habló de descolocamiento, pero le pediría que me diga algo de las aceptaciones y rechazos a sus libros.

—Respecto de las aceptaciones, supongo que me tienen aprecio algunos lectores que están podridos de que la literatura tenga que ver con “Yo te cuento tal cosa”, y que les gusta la escritura más que el cuentito. Si tengo lectores, son los que leen sin pensar que la literatura es comunicación. Hasta cuando escribe una carta Osvaldo Lamborghini pone “Escribo para contar que... No: escribo para escribir”. Más claro imposible. Y eso no tiene que ver con que en mis libros haya o no trama, claro que hay trama, es la escritura la que trama, como los colores traman en un cuadro, como los sonidos traman una música. Para mí es un esto de escribir, pero me gustan las escrituras, los sonidos, las frases que arman mundos, y no hay nada previo a ese “ahí” de la escritura, nada de nada. Sólo el “ahí” de la escritura. Creo que la escritura hoy es algo raro y triunfó lo legible, lo periodístico comunicativo. Y hay otro aspecto que señala Cassavetes: “yo no “represento” a nadie”, y la gente ve películas o lee libros en las que alguien que sí representa a grupos o comunidades o tipos les sirven en bandeja la posibilidad de identificarse a los lectores que se sienten representados. La idea misma de representación -como delegación en otro- ya es una renuncia a la singularidad. Sollers tiene la misma idea y lo explica con el caso de una retrospectiva de Poussin en París, comparándola con otra que se llevaba a cabo simultáneamente de un grupo de pintores impresionistas. La muestra de los impresionistas se llenó de público y la de Poussin no. Y Sollers dice: “es que con los impresionistas podían identificarse con sus padres o con los padres de sus padres y con Poussin no había identificación posible y ni siquiera podían ver lo que había ahí, se les escapaba”. Y muchos rechazos vienen de los lectores que “salvan distancias” como decía Leónidas Lamborghini y eso quiere decir de los que tienen Modelos. Y entonces son policías de si uno alcanzó el modelo y no entienden que es al revés, que si hay un modelo uno quiere “perforarlo”, como escribió Mariano Dupont sobre Leónidas: perforar el modelo, hacerlo estallar, distorsionarlo. “Fail better” como escribe Beckett en Rumbo a peor: no ir hacia el éxito sino hacia el fracaso: No se trata de una decisión ni de vida ni estética, es simplemente porque así son las cosas, un lío, un nonsense, un absurdo, un enigma, un azar. Y lo más importante: el escritor no está afuera de eso y si quiere escribir debe necesariamente perderse y ser devorado por ese caos del que forma parte. Las lecturas formalistas tienden a invertir esta cuestión y ven “deliberación” de ruptura de la forma. No, es al revés, el crack up es de la vida y claro que la forma es cada vez más deshilachada, astillada, caótica, azarosa. En La vida de Rancé, de Chateaubriand (ese libro que los teóricos vieron como más “moderno” que el resto de su obra), lo que hay es el reconocimiento de un desastre: el del paso del tiempo, el de la muerte y de un triunfo también. Lo dice el mismo Chateaubriand hablando de Poussin: “En el último cuadro de Poussin El Diluvio, se advierten más líneas indecisas, estos defectos hacen más hermosa la obra del gran pintor.” Y agrega “Pero a mí no me disculparán”.

—El subtítulo de “Mi ciudad perdida” es “Últimos bodrios”...

—Hace unos años Nicolás Rosa me dijo, “Vos no escribís mezcolanzas como Leónidas [Lamborghini]: vos escribís bodrios”. Cuando empecé este libro, de entrada el título fue Últimos bodrios, porque pienso que es verdad que escribo bodrios, en el sentido estricto que le da el diccionario, restos, sobras, mendrugos, menesterosidades. Y también porque lo que es un bodrio (caótico, desordenado, mal hecho) es el mundo y uno está arrastrado por eso. Arrojado al azar como dice Beckett: esa es la situación.

Bodrios, sobras, mendrugos, “las piedritas y vidriecitos y colores y sonidos” de los que Joyce decía que tenía “los bolsillos llenos para escribir el Ulises”.

Por la reacción de algunos amigos cuando leyeron el libro y me dijeron que sentían un profunda tristeza, supongo que la fractura con mis anteriores libros se va profundizando (el bodrio, digamos) y que la muerte me va tomando la sopa muy rápido como decía Sánchez y ese dolor está ahí, esa convivencia con la muerte que hace que Kerouac vea en una cuna el ataúd y esto no es metáfora sino que así se lo dijo a un amigo el día que nacía su hijo.

Con Melodías (mi libro anterior) me decían que se morían de risa, con Ciudad perdida no, y sin embargo este libro es también pura carcajada. A mí me gusta repetir lo que dijo Stevenson cuando leyó los cuentos de Poe: “El hombre que escribió esto no es humano: puede reír a carcajadas pero no puede sonreír”.

La pérdida de esa sonrisa está en Ciudad perdida junto con la fe en el amor que “anda suelto” como escribo muchas veces. Y cito a Osvaldo Lamborghini: “La muerte no es para tanto: basta con sonreír. Pero ¿podremos sonreír?”