En Familia

Zona liberada

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Rubén Panotto (*)

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Todo el mundo entiende lo que significa la expresión zona liberada. El imaginario popular la relaciona generalmente con lugares o espacios donde no llega la protección del orden público y la delincuencia puede actuar con libertad para obtener sus objetivos de saqueos y despojos. Esta definición bien puede aplicarse también para señalar situaciones de abandono y desidia por parte de otras personas y de reparticiones, las que tienen asignadas tareas de control y mantenimiento de la seguridad, el bienestar y la salud pública.

Así pues, podemos mencionar: la falta de iluminación pública en grandes sectores; el crecimiento de malezas y basurales improvisados; la venta de alcohol a menores; la falta de severas sanciones para padres y adultos que les permiten a menores adolescentes conducir vehículos cargados con otros adolescentes, que destruyen su propia vida y la de personas impedidas de hacer valer sus derechos y reclamos ante semejante irresponsabilidad. Asimismo podemos mencionar zonas liberadas para el robo, también para el ajuste de cuentas entre delincuentes; el tránsito endemoniado en ciudades y rutas; las fronteras de nuestro país; el tráfico de drogas; la familia, la educación, el esparcimiento, etc. Claro está que dicho de este modo no son pocos los sectores que deberían asumir el peso de la culpa y el agravio de sus víctimas.

La zona liberada es un espacio donde no impera la ley, ni la justicia, ni los derechos humanos. Sus límites son el terror y el caos magnificado de sus habitantes. La zona liberada no tiene patria ni bandera, y sus bienes de cambio son el despojo y la muerte. ¡Cuánta hipocresía amigos!, ¡cuánto desprecio y desamor! Si queremos saber quién o quiénes son responsables de corregir tanto desorden, entraríamos en el juego del “gran bonete”, donde siempre será “el otro”, desconocido y virtual, el culpable.

Ficción o realidad

Está como en boga atribuirle a la opinión pública el mote de tener “sensaciones”, toda vez que sus reclamos señalen situaciones graves de inseguridad, descontrol y la consiguiente falta de soluciones, intentando de esa manera sustraer al pensamiento social de toda realidad y verosimilitud.

Quienes estamos pegados a los clamores y demandas de personas, familias e instituciones sociales, conocemos de sus cansancios y decepciones, recorriendo largos caminos sin destino, para obtener poco o nada de resultados. Resistirse a la difusión del miedo y el terror es el primer paso para buscarnos y asociarnos en la confianza como vecinos, colegas y amigos. Agruparnos y proponernos la discusión de temas que nos afecten por igual, especialmente en el cuidado de nuestros niños y ancianos, ante la amenaza del robo, el secuestro, la trata y la propagación del consumo de drogas. Anticiparse al delito, denunciando todo indicio o simple duda sobre determinados movimientos de personas extrañas al ámbito del barrio. Informar todo acto de prevención que realizamos, en forma particular y grupal, a vecinos de nuestra confianza, a los docentes de nuestros hijos, a nuestra vecinal y, obviamente, a las instituciones públicas que correspondan. Desarmar una cultura del terror no es fácil ni rápido, pero es el camino más seguro para mejorar nuestra convivencia pacífica, como derecho inalienable de todo habitante de nuestro suelo nacional. En un artículo publicado, la licenciada en comunicación social Gabriela Pousa hace un análisis sobre el silencio, el miedo, la inercia, la apatía que imperan en nuestra sociedad, lo que resulta nocivo y paralizante, y lo completa con una cita del libro “El hombre rebelde”, de Albert Camus, que sostiene que “callarse es dejar creer que no se juzga ni se desea nada. La desesperación juzga y desea todo en general, pero nada en particular, y por ello deviene fácilmente en silencio”.

Cómo empezar

Es triste y lamentable considerar el podio de valores que hemos formado para enfrentar diversas situaciones: 1º) ser ganador, el individualismo egoísta; 2º) no creer en nada ni en nadie, porque “nada tiene sentido”; 3º) la verdad es relativa, cada uno tiene la suya propia; lo más funcional resulta ser: “hacé la tuya”. Con esta escala de valores, toda sociedad se transforma en zona liberada. Las soluciones no son fáciles, pero posibles si nos proponemos bajar de nuestra altivez y soberbia, y considerar al otro con compasión cristiana.

En la parábola del “Buen samaritano”, Jesús relata que un hombre había quedado medio muerto por el ataque de ladrones en el camino. Dos personas que iban muy apuradas, por cuestiones particulares, siguieron de largo; sólo una tercera se detuvo, porque sintió compasión y le salvó la vida. El teólogo santafesino Carlos María Aguirre, fallecido en nuestra ciudad en agosto de 2012, decía que “En nuestra sociedad hay muchos ladrones y gente que sigue de largo ante sus víctimas,... pero Jesús anuncia la real posibilidad de dejar de ser espectadores y pasar a ser actores”.

(*) Orientador familiar