EDITORIAL

 

La profecía autocumplida

 

Un caramelo puede representar la suma de bienes y servicios de la economía; un peso el precio de ese conjunto. En la lógica del gobierno, imprimir otro peso significaría alentar la producción de un segundo caramelo; en la realidad, en lugar de eso lo que sucede es que el caramelo pasa a valer dos pesos. Eso se llama inflación.

La explicación es pueril porque la lógica de quienes manejan la economía nacional lo es, aunque las intenciones de generar trabajo y sustentar la expansión económica sean buenas. Vale repasar lo que sucede con los supuestos beneficiarios del modelo cuando la realidad se empeña en desmentir al relato.

Los industriales apoyaban la gestión porque tenían un tipo de cambio competitivo, que ya no existe. Los comercios adherían porque vendían más, pero el consumo se estanca. Los sindicatos respaldaban al oficialismo porque regeneraban los ingresos salariales, pero el gobierno aumenta la presión fuiscal al salario y limita las paritarias.

El desendeudamiento tiene su virtud pero no es inocuo. Sin financiamiento externo y agotadas las cajas de los recursos previsionales o las reservas del Banco Central, aquellos retrasos de tarifas sostenidos con subsidios, que impulsaron la economía tras la crisis de 2001, son hoy un problema que no se resuelve con la impresión de billetes.

La prohibición de publicar precios, el congelamiento, el cepo cambiario, las restricciones a las importaciones, la negativa a convalidar acuerdos salariales, las paritarias cerradas por decreto, son medidas represivas que sustituyen lo que debería suceder por la virtud de las acciones de gobierno o por la negociación con los actores sociales.

La renta del campo se achica y vuelve la tensión; las economías regionales han perdido competitividad; los gobernadores tienen sus cuentas en rojo y el gobierno nacional también, aunque no lo dicen. La inversión productiva sería el salto hacia adelante que resolvería los problemas; pero la desconfianza en la moneda local y en la creciente imposición fiscal amedrentan las expectativas de la rentabilidad y desalientan el crecimiento.

El gobierno entró en la pesificación a contramano de la soberanía monetaria que invoca. Regó de desconfiaza a la moneda, por mucho que la acuñe con personalidades populares. Ni siquiera la imprenta encargada reúne las condiciones técnicas como para simbilizar la solidez requerida.

Por negación, la inflación es una profecía autocumplida. El gobierno puede renegar de las teorías monetaristas, argumentar que los medios de comunicación tienen la culpa, señalar a la crisis internacional como fuente de todos los males o advertir que los fondos buitres conspiran contra el país.

Lo que hay es un empecinado gasto incapaz de observar contabilidades o escuchar reflexiones, incluso de aquellos economistas que propusieron “vivir con lo nuestro”. Si omitiera las tentaciones populistas, la administración nacional podría ensayar medidas para alinearse con sus propósitos; para eso es necesario pensar menos en la propiedad del poder que en sentido del Estado.