Sobre la carrera de los porrones

Hay un momento inefable -pero preciso- en que los vagos salen a cazar un porrón bien frío, por lo menos. Ley matemática muy simple: la suma de voluntades individuales de búsqueda de porrón, genera alta demanda barrial específica. El buey lerdo toma porrón caliente.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

Sobre la carrera de los porrones

La hora, más o menos, en que todos salen a buscar su porrón (no confundir con los indios porrones) varía sutilmente entre las veinte y treinta y las veintidós. Más tarde se puede también, pero ya es la segunda camada y se trata de otro tipo de consumo (ya no es para calmar la sed, sino para promediar, es una carrera de largo aliento, es para fondistas) y no el específico consumo de un porrón para saciar el inexcusable -para un santafesino de ley- PBD: porrón básico diario.

Ahora bien, esas ganas y esa impronta cotidianas están tan definidos que no hay cepo familiar, conyugal o cualquier otro que impida al hombre de la casa salir de caza. Una caza mínima, ínfima, apenas cuestionable, compartible incluso y por lo mismo irreprimible: el señor, de cayetano, agarra el envase y sale para el kiosco de la Susi. Antes de la cena o de la falta de cena: el porrón es parte de la ingesta diaria y no depende del acompañamiento sólido o de la formalidad alrededor de la mesa. Puede consumirse de parado en la cocina o sentado en el living viendo la tele.

Hay una carrera tácita (hay gente que toma en cualquier cosa, incluso en tácitas) entre los varones del barrio hacia el freezer prometedor de la Susi. Y todos saben -sabemos- la capacidad del freezer, así que hay que apurarse porque si bien la Susi es prolija y va renovando, no tienen la misma temperatura de los originales y puede ocurrir, ni dios lo permita que no, justo se llevaron el último, o tienen de otra marca que a vos no te gusta...

Así que cuando sale raudo de su casa, otea el horizonte cercano y lejano del kiosco de la Susi y ve con horror que ya el Punga dobló la esquina y esta vez con un bolso con seis envases vacíos, es decir casi medio freezer. Y también vemos con aprensión creciente que ya están en la cola, esperando, envase en mano, el Polaco (que bien podría ir al kiosco de don Cosme que le queda más cerca), el Negro, Piojo y el Colo, modestos chupetes ocasionales que viene por su PBD.

por supuesto que el consumidor consciente tiene un gps con todos los quioscos y freezer del barrio y hasta de la ciudad, porque uno tiene sitios para cuando vuelve del fútbol cinco, cuando está con los de padel, el de la casa propia, el de la casa de tu hermana y el de tu suegro: ni la AFIP tiene un registro más actualizado de negocios expendedores de porrones como un santafesino con esa sensación inefable -pero precisa- que empieza a formularse en su garganta hacia las veinte y treinta de todos los días del año, con posible refuerzo en verano y eventual transición a negra (ma’ que estut ni estut) en invierno.

Acá lo que interesa apuntar de este fenómeno, no es ya la decisión personal del tipo (o la tipa: a un par de ustedes se las ve también en el kiosco...) de salir a buscar su porrón, sino el fenómeno colectivo, una especie de migración de golondrinas, o la carrera de las tortugas recién nacidas hacia el mar. Sin aviso, con un mecanismo o reloj interno inefable -pero preciso-, todos salimos a chocarnos contra la puerta de la Susi o la ventana de don Cosme para reclamar nuestro PBD.

Y los dejo acá mismo, mis chiquitos. Empiezo a sentir una cosa inefable -pero precisa- que precisa inefablemente ser calmada cuanto antes. Y yo no me voy a quedar acá con ustedes escribiendo cuando el mundo entero se resume en llegar a tiempo antes de la reposición o del fin de la provisión acotada del quiosco del barrio. Aguántenme un poquito. Voy a la esquina y vuelvo...