ARTISTAS E INTELECTUALES. UNA OPINIÓN

Un eco como de batalla subterránea

Estanislao Giménez Corte

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Alguna vez alguien, con el suficiente tiempo, emprenderá la historiografía de las batallas subterráneas. Alguien, con el suficiente apego al suspenso y cierta dosis de paranoia, alguna vez tomará sigilosamente el curso de las compulsas silenciadas para contarlas. Para traerlas a la superficie, abrevará en las siempre sospechadas guerras invisibles para el vulgo.

Un estudio, una crónica, un relevamiento de lo que sucede en nuestras propias narices y desconocemos alevosamente, en el delgado límite entre el fino olfato y el delirio persecutorio, será el resultado de la pesquisa.

De aquello que sobresale en pequeños episodios imposibles de explicar, de extraños casos de enfrentamientos o resentimientos difíciles de comprender; de aquellos sucesos de los que apenas vemos un ápice y que esconden hondas causas redundará una saga, o un tratado o un manual. Es posible que, entonces, nos embriague una misma perplejidad ante la mínima relevancia de las cosas que circulan públicamente respecto de las que suceden en las sombras.

UNA TEORÍA DEL CONFLICTO

Todo está en tensión, en permanente conflicto. Ya lo han dicho tan bien tantos sociólogos y pensadores. Diríase que una guerra sorda y permanente entre elementos y personas en contradicción dirime las cosas, en cualquier ámbito. Pero esas tensiones entre sujetos, intereses, empresas, escuelas, teorías, son tantas y actúan tan simultáneamente, que muchas de ellas pasan de largo inclusive para atentos analistas. Forzando un poco estas posibilidades, podríamos decir que el propio conflicto es el que posibilita la existencia de un sistema; o que los sistemas son las estructuras supervivientes a la guerra perpetua de los sujetos y las cosas que los integran; o que el sistema es el conflicto.

El mundo de los negocios es, después de la guerra lisa y franca, el ámbito más salvaje a propósito. Pero las cosas, en tantísimas ocasiones, se deciden en el silencio, como si las rigiera una abarcadora pero no reconocida ley de omertá. Los efectos de su resolución, en el caso de que ésta acontezca, quedan para la estimación de pequeños círculos de interesados y de unos pocos entendidos. A nosotros nos llega el eco de un eco. Elaboramos nuestras opiniones a partir de ese lánguido rebote. Así, frente a una decisión que nos sorprende (del ámbito político, académico, artístico), no podemos menos que inferir que esa sorpresa está sustentada en el desconocimiento escandaloso sobre sus pormenores.

INTELECTUALES Y ARTISTAS

Una de las tantísimas tensiones que dan cuerpo a ello, o al menos una de las que podemos rastrear, es la existente entre intelectuales y artistas. Son, se dirá, enfrentamientos menores, naturalizados por la costumbre y propios de la diversidad de perspectivas sobre las cosas. Son nimiedades, afectaciones, más propias de sujetos abandonados al ocio que cosas relevantes. Se dirá: son dos universos diferentes, distanciados por todo lo que de humano hay en ellos. Veamos.

El lugar común indica que un intelectual tiende a ser una persona metódica, organizada, estructurada, porque naturalmente su trabajo se sustenta en cierto modo en la elaboración de teorías frente a determinados problemas, abordados según unas metodologías específicas. El artista, en general, es su opuesto. Busca en el caos de la inspiración, o en el caos per se, una revelación, una epifanía, un hallazgo. Muchísimo se ha escrito sobre ello. Inclusive, podemos pensar en casos que suponen exactamente su contrario: artistas que trabajan con horarios y ritmos cuasi-fordistas y científicos alejados de esos mecanismos. Cada caso merecería algún detenimiento.

Podría pensarse, empero, que la figura del artista total es aquella que deriva de la combinación de ambas fuentes: la de aquel que ha trabajado “científicamente” en el estudio de una materia, a la que le ha agregado más tarde o más temprano la visión del artista. Una ecuación de intelectual más artista. Pensemos, al correr del teclado, en el caso de Picasso, que antes de emprender sus innovaciones estudió hasta la extenuación y copió a los maestros. Se formó “científicamente” para poder desarrollar su producción artística. Ese desarrollo estuvo sustentado en una serie de estudios precedentes que derivaron en su revolución. Ello, quizás, se da en casos muy excepcionales.

Podría pensarse, también, que -en algún punto- uno y otro representan la vieja puja entre razón (los intelectuales) e intuición (los artistas), sobre la que tanto escribieron autores de la filosofía clásica. Uno y otro encuentran y se manifiestan recelos y admiraciones, no sólo sobre los procedimientos de trabajo, sino también por una perspectiva genérica sobre las cosas, que procede de lugares distintos. Son, naturalmente, batallas sin enfrentamientos directos. O, en todo caso, éstos se suceden muy calladamente. Cada tanto una polémica aquí o allá. Alguna vez una declaración fuerte. Algunas palabras pesadas. Algún escándalo en un concurso. Pero su existencia profunda está determinada por un expansivo, casi secreto, fortísimo recelo. Una mirada escrutadora, desconfiada, los define. Uno es un poco la carencia del otro. Uno es lo que el otro no es, pero quizás desearía. Uno es lo que al otro le falta. Un conocimiento, una facultad, una capacidad a la que cada quien, desde su sitio, no puede acceder. Esa lejanía, esa extrañeza, se dirime en un confuso límite entre la envidia y la admiración.

SABER Y HACER

Los intelectuales dirán que los artistas “no saben nada”, por su imposibilidad lógica para mensurar, entender y proyectar los alcances y naturalezas de una pieza u otra. Por eso los artistas no pueden explicar lo que hacen, cuando se los interroga en una entrevista. Sí: los intelectuales pueden explicarlo, pero no hacerlo. Los artistas dirán que los intelectuales “no pueden hacer nada” debido a la propia lógica científica sustentada en la revisión de tendencias, teorías precedentes, autores, para poder incluir una innovación o una novedad frente a sus rígidos edificios conceptuales.

Pero en la diferencia está quizás, además del recelo, la ganancia. Los intelectuales estudian a los artistas que van como a tientas entre las cosas y, muy de vez en cuando, aciertan con alguna maravilla. Los artistas se ven inhibidos o imposibilitados frente a la razón intelectual, tan aséptica, tan críptica, tan lejana. Los intelectuales creen en el rigor terminológico. Los artistas, en el libre discurrir de las palabras. Los artistas rehúyen de la teoría en exceso, porque su inteligencia está en otro lado. Los intelectuales quieren saber cómo, porqué, para qué. Los artistas tienen para sí un sólo pronombre interrogativo: qué. Los intelectuales no creen en la inspiración, sólo en el trabajo. En el trabajo regular, metódico, organizado que, por su propia acumulación, como en una teoría económica del derrame, dará sus resultados. Los artistas quieren que la inspiración derive del trabajo pero desconfían de que éste por sí sólo producirá alguna grieta, alguna novedad, algún descubrimiento. Los intelectuales creen en el deber: los artistas, en el placer.

En la línea recta del intelectual, dibujada sobre el plano con perfecta precisión, cada tanto aparece un trazo errático, una mancha, alguna imperfección en la espesura del papel, un punto de color entre el gris. Un elemento que, por pequeño que sea, obliga a repensar la línea. Allí se encuentran, por única vez, sólo para distanciarse, el intelectual y el artista. Uno analizará el fenómeno, el otro buscará nuevas rupturas. Se admirarán en secreto, se recelarán calladamente. No se comprenderán. Sus líneas, sus trazos, seguirán a otros nortes.

Un eco como de batalla subterránea

Hay casos excepcionales, como el de Picasso, que antes de emprender sus innovaciones estudió hasta la extenuación y copió a los maestros. Se formó “científicamente” para poder desarrollar su producción artística. En la foto: “Mujer sentada junto a una ventana”. Foto: ARCHIVO