Un viaje al alma aterciopelada de Cristina Niizawa

 

Para esta artista singular, Santa Fe continúa siendo su lugar en el mundo, adonde desea volver algún día. Mientras tanto, expondrá en agosto en el MMAV.

TEXTOS. JUAN MARTÍN ALFIERI.

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Con la sabiduría de hacer sencillas las cosas que parecen complicadas, Cristina Niizawa se distiende en una charla sin alardes retóricos. Esta artista santafesina de ascendencia japonesa se radicó en el Distrito Federal de México a fines de los setenta. Lo hizo sin buscarlo.

El destino estaba escrito y le demostró que su vida debía ser en la tierra de Diego Rivera. Allí se consolidó como creadora destacada, formó una familia, y halló un feliz y prometedor lugar para vivir. Sin embargo, Santa Fe sigue siendo su lugar en el mundo; aquella meca a la cual desea volver, algún día, para siempre.

En este caso, regresó a nuestra capital por unos meses para reencontrarse con los suyos y, por qué no, consigo misma. En medio de su estadía, la Municipalidad de Santa Fe le ofreció ser protagonista de una de las exposiciones de la temporada 2013 del Museo Municipal de Artes Visuales y ella accedió. Será en agosto cuando Niizawa, después de más de 30 años, vuelva a presentar una muestra individual en su ciudad natal. La excusa es perfecta para redescubrir a un personaje maravilloso del panorama artístico de nuestra capital.

VIVIR EL ARTE

El perfume del jazmín abraza los sentidos al ingresar al mágico hogar ubicado en San Luis 2847. Atravesar el umbral es transportarse a otro mundo. Una suerte de jardín japonés domina la postal. Desandar el sendero hacia la casa de dos pisos distiende tensiones. Enredaderas, flores, plantas y árboles acompañan el paseo proponiendo un túnel natural. El atelier está en la planta alta. Subir la escalera de mármol es una experiencia fascinante: la casa en sí es una obra de arte.

Cada detalle se integra naturalmente a la escena. La habitación de destino es dominada por un gran ventanal que mira al este y por el cual asoma la vegetación del jardín. La furia del sol estival mengua por el cortinado añil que protege el cuarto de trabajo. Todo está prolijamente acomodado bajo el techo ondulado. Una obra a medio hacer da cuenta de que la artista tiene la muñeca caliente en todo momento.

Ya sentados en un living de mullidos sillones color chocolate con forma de herradura, la charla fluye sin prisa. “La pintura en particular y el arte en general son parte de mi ser. No los vivo como una profesión formal, sino como un acontecimiento natural de mi cotidianeidad. Vivo por y a través de ellos de forma espontánea”, confía con sencillez Niizawa para completar: “Amo la pintura, es lo único que sé hacer; pero soy una en todo lo que hago, mi vida no se escinde entre el atelier y el resto de mis actividades”.

Cada una de sus palabras porta la carga emotiva de una filosofía simple y profunda. No habla en vano; piensa, siente y, luego, comparte sus ideas. “Mi vínculo con el arte no tiene ninguna reminiscencia ‘romántica’. No tuve una familia de creadores, ni crecí rodeada de materiales artísticos. Recién a los 18 años, cuando ingresé a la Escuela de Diseño y Artes Visuales Manuel Belgrano, se despertó mi vocación. Hasta entonces, mi vínculo era natural, lúdico, recreativo y esto remite a la forma en la que me crió mi mamá. A ella le debo la forma en que vivo el entorno. Fue una mujer maravillosa de una sensibilidad extrema. Nos hacía sentir y vivir lo que nos rodeaba de una manera brutalmente natural. Así nos presentaba la vida, con el encanto de lo simple como emblema. El amor por la naturaleza y la pasión por el color que tanto se refleja en mi obra tienen directa relación con mi mamá”.

Causalidad o casualidad, es posible que esta forma de comprenderlo todo haya llevado a Niizawa a adoptar la témpera gouache como su técnica por excelencia. “Probé con otros materiales, pero en ninguno encontré su calidez y su calidad. No la he cambiado porque la témpera va de la mano con mi alma: es aterciopelada, profunda, apacible, al igual que mis expresiones”.

BARRIO COSMOPOLITA

“Mi infancia fue maravillosa. Mis padres vinieron desde Japón a principios del siglo pasado. Mi mamá se dedicó a criarnos y mi papá, que falleció cuando yo tenía dos años, tenía el ‘Café Japonés’ en la esquina de Rivadavia e Hipólito Yrigoyen, que en aquel momento era Humberto Primo”, recuerda con nostalgia Niizawa. “Mi familia está profundamente vinculada a la zona de Plaza España. Estas cuadras estaban colmadas por inmigrantes. Tuve una infancia cosmopolita”. De la niñez a la adolescencia, Cristina comenzó a tejer su trama de afectos santafesinos: “La Escuela Rivadavia, la Asociación Japonesa y el mismo barrio fueron una usina de amistades eternas”.

Niizawa recuerda todo “con profundo amor: era la Santa Fe de los años 60 y 70, una ciudad que invitaba a la reflexión, siempre apacible y tranquila. Fue entonces cuando me enamoré del cielo estrellado, de la naturaleza, del río y de la costa. Son elementos que me dan vida y siempre aparecen en mis obras”.

DESPERTAR AL ARTE

“Comencé a cursar en la Escuela de Diseño y Artes Visuales Manuel Belgrano por recomendación de Maruca Bonazola, una docente del Profesorado en Jardín de Infantes del que egresé en el Sara Faisal. Realmente fue un despertar al universo artístico”, rememora Niizawa y, luego, confiesa: “En la Manuel Belgrano empecé a ser yo misma. Si bien ya trabajaba como maestra jardinera en el Hogar Maternal de la Escuela de Monjas, me esforcé mucho para estar a la altura de la rigurosidad y la exigencia de la Escuela de Arte. Disfruté profundamente de las clases que me dictaron docentes de la talla de Alicia y Rubén Sedlacek, Julio César Botta, Oscar Esteban Luna, Yiya Píccoli, Fernando Silvar, Ricardo Rojas Molina y, entre tantos otros, Sonia Leonardi. Artistas de peso que en la actualidad son íconos de la cultura santafesina”.

DESTINO, FORTUNA Y PROYECCIÓN

Niizawa viajó a México sumándose a un contingente de arquitectos santafesinos que iban a un congreso. A esa oportunidad sumó la excusa de realizar un taller de pintura-mural que, hasta la actualidad, nunca cursó. “Me fui pensando en volver”, confiesa y sigue: “aproveché el viaje para conocer un país que me intrigó desde niña. Una vez que terminó el tour general no regresé sino que me alojé en el hotel que está ubicado frente al Jardín del Arte, un lugar en el que todos los domingos más de 500 artistas exponen y venden sus obras al público. No conocía a nadie, por eso es que destaco la fortuna que tuve desde que llegué. El destino me demostró que el DF era la ciudad en la que tenía que construir mi vida. El primer domingo crucé a recorrer el Jardín y conocí a Iván Cuevas, el presidente de la Comisión Organizadora. La semana siguiente ya estaba vendiendo mis obras allí”.

Fue el primer paso de una secuencia afortunada de acontecimientos. Ese escenario la vinculó a personas que, fascinadas con su trabajo, comenzaron a adquirir asiduamente sus pinturas. “Sin buscarlo, tuve mecenas que compraban mis colecciones. Uno fue un diputado nacional mexicano y otro fue el director de la Spanish Television Network de los Estados Unidos. Sus aportes fueron fundamentales para que yo pueda trabajar tranquila y lograr que Jorge Cristians, mi marido, vaya para allá también”.

En la actualidad, tras 35 años de ininterrumpido trabajo, Niizawa es una figura reconocida en el panorama artístico de la nación del norte. “Debo reconocer que si Santa Fe me formó en el arte y forjó mi sensibilidad, México me llenó de color, me desinhibió expresivamente y me permitió tomar las riendas de mi vida. Me sumergí en su cultura popular y esto me enriqueció”.

RAÍCES

México también fue el lugar en el que forjó su familia. Con Jorge tuvo una niña, Azul, y dos nenes, Sol y Yul. Los tres fueron a la universidad y están proyectando su vida allá. Esto, según comenta, es clave para reconocer que aún le queda tiempo en México.

Sin embargo, Niizawa no puede ocultar su deseo de “regresar a Santa Fe para vivir aquí. En los últimos años esta ciudad cambió mucho y cada vez que vuelvo me enamora un poco más”. Así, volteando la cabeza hacia el gran ventanal, Cristina suspira y confiesa: “las raíces tiran con fuerza. Cuando entro a esta casa, paseo por el jardín y me relajo en mi atelier, siempre pienso en cuánto me gustaría volver a vivir aquí”.

SIMBIOSIS

“Mi hermana es clave en la exposición que presentaré en agosto. Cuando marché hacia México dejé todo desordenado. Fue ella quien juntó, acomodó y resguardó todas mis obras”, comenta con ternura Niizawa.

María Celina es una suerte de ángel de la guarda. Siempre amable, siempre cálida, es quien conserva el mágico hogar. Las dos mujeres conmueven por su insoslayable ternura. Denotan una simbiosis descomunalmente apacible. Todo parece natural a su lado, de la misma manera en que Cristina describió a su mamá.

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PINCELADAS DE HISTORIA

Cristina Niizawa estudió en la Escuela de Diseño y Artes Visuales Manuel Belgrano -actual Escuela de Diseño y Artes Visuales del Liceo Municipal Antonio Fuentes del Arco-.

Desde 1972, albores de su carrera, participa en salones anuales nacionales y provinciales en los que obtuvo numerosos e importantes premios en localidades como Esperanza, Santo Tomé, Paraná y Santa Fe.

Se radicó en México DF a fines de los años 70. Allí se forjó definitivamente como artista. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas e individuales tanto en México, donde reside actualmente, como en Argentina y Estados Unidos.

Su obra integra colecciones particulares de México, Argentina, Bélgica, Inglaterra, Francia, Japón y Estados Unidos. Vale destacar que, como ilustradora, ha trabajado para las editoriales Castillo y Pearson Educación, y que también realizó materiales pedagógicos para pueblos originarios del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), dependiente del gobierno mexicano.

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