Volvió una noche

Volvió una noche
 

La autora comparte con los lectores de Nosotros un cuento que relata las travesuras de Milda, una gatita negra y blanca.

TEXTO. MARILYN CONTARDI.

Éste vendría a ser un cuento para ser leído por los chicos cuando, sentados a la mesa de la galería, una de esas largas galerías, ¿no? Frescas, sombreadas por glicinas y jazmines, toman el té por la tarde, acompañado de abundantes rebanadas de pan con manteca y miel; pero he aquí que una duda aparece y se entremete: ¿Siguen existiendo casas con largas galerías donde los chicos toman el té? y... lo que podríamos apuntar como: “The last but not the least”: ¿les gustaría leer cuentos a esos chicos?

Entonces..., para comenzar, esto que voy a contarles sucedió hace ya unos años, en un lugar que queda bien lejos de aquí, no se sabe a ciencia cierta si ese lugar aún existe, pero sí es seguro que todo lo que se cuenta es verdadero, como siempre fue, por otra parte, y seguirá siéndolo, lo que se cuenta en los cuentos.

“Era la tarde y la hora en que el sol la cresta dora” ...de los árboles. Milda, la gatita blanca y negra, “picacita”, como decía la abuela, la de los hermosos ojos dorados, salió volando por la ventana.

No porque hubiera desarrollado habilidades extraordinarias para un gato como muchas veces ha ocurrido en algunos cuentos que los tienen como protagonistas, de cuya veracidad, por otra parte, nunca dudaría, sino por algo mucho más simple y también más cruel: nuestra madre, se había convertido en un puñado de nervios, como se dice, y en ese momento, era puro sonido -grito, sería mejor decir- furor y lágrimas, porque cuando los nervios se apoderaban de ella hacía que le brotasen las lágrimas, su voz se volvía estridente hasta parecerse al chirrido que produce un trozo puntiagudo de vidrio al hacerlo correr sobre cualquier metal, ¿se entiende? Esa clase de ruido que “hace mal a los dientes”. Entonces, presa de ese estado de nervios, mamá había arrojado a Milda, sin miramientos, por la ventana.

¿Qué había pasado? En honor a la verdad como corresponde, hay que decir que una gata como Milda podía llegar a ser el colmo de la glotonería. Algunos gatos pueden ser tan glotones como los propios seres humanos, lo que, ya se sabe, no es muy conveniente para los seres humanos pero tampoco lo es para los gatos. Ése era el defecto de Milda.

Entonces sucedió que en medio de uno de sus arrebatos de glotonería, se había arrojado, desde el rincón del aparador que por decisión y constancia había hecho suyo, sobre la fuente de comida que les llevaba mamá. Seguramente, pero eso sólo podemos presumirlo ya que Milda por su condición de miembro de la cofradía de los gatos no podía corroborar o desmentir, lo hizo para alcanzar la comida antes que los otros comensales, que eran seis, seis gatos que maullando y haciendo las mil zalamerías acostumbraban seguir a quien les llevara la comida, alguno frotándose contra sus piernas con peligro de hacerlo tambalear y caer, otro tirando zarpazos de impaciencia a su vecino, otro, enganchando, llegado el caso, con una zarpa la nariz del perro que huía gimoteando, y en fin, en el caso de Milda, volando por los aires, por sobre todos ellos.

Quiso la mala suerte que en el audaz salto se le engancharan las zarpitas en el camino de mesa sobre el que reposaba la bandeja con el juego de té de cerámica china, preciosamente esmaltado de laca negra, con una delicada guirnalda de florcitas pintadas a mano de un lindísimo rojo rodeando todo el cuerpo de la tetera, y que a causa de ese enganche, convertido el camino de mesa en alfombra voladora, la preciosa tetera fuese a dar estrepitosamente por el suelo, donde literalmente estalló, convirtiéndose en un puñado de pedacitos de cerámica.

Así fue como la paciencia de mamá, que todos los días, ayudada por la abuela dedicaba su buen tiempo en preparar la comida para perros y gatos se esfumó en menos de un segundo ante los caprichos y ¡la audacia! de la gata.

Cada gato también tiene su orgullo, y Milda en consecuencia el suyo. Seguramente en el mismo momento de ser arrojada sin piedad por la ventana, ante la mirada, podríamos imaginar, irónica y sobradora, de los otros gatos que de alguna manera, sentían que las afrentas, que por ser la más antigua, la más mimada, y también la más agraciada, les había hecho sufrir, las pagaba por medio de este intempestivo gesto, sintió, decíamos, su enorme orgullo de gata encogerse de rabia y de dolor. Y fue ese orgullo el que la hizo correr, y correr a esconderse bien lejos, tanto que esa tarde toda dorada de luces pasó, llegó la noche brillante y Milda no apareció.

Con mi hermana esa noche lloramos hasta mojar las almohadas con nuestras lágrimas. El silencio de la noche en el cuarto se entrecortaba con nuestros sollozos, seguidos por los hipos de mi hermana que tenía un llanto más persistente que el mío, es que Milda era la preferida que dormía todas las noches a los pies de su cama.

La luna redonda y brillante se paseó por las cortinas, correteó por las sábanas, transformó en perlitas brillantes nuestras lágrimas, desgranó sus presagios en el silencio del cuarto. Algo, que estaba escondido en algún lugar, bajo las almohadas, detrás del gran ropero o que venía quizás por las ramas desde el jardín, o estaba simplemente en nuestro interior, parecía susurrar: “va a volver”, “va a volver”. Ni yo hablé con mi hermana de ese inarticulado, o más bien, inaudible mensaje, ni ella lo mencionó, pero supe, y no me pregunten cómo, porque no sabría qué contestarles, que ella también lo escuchó.

Mamá, en su cama, tampoco dormía. Nadie, presa de nervios incontrolables, echa a una bella gata como Milda por la ventana, sin sentir después, que algo como un remordimiento se remueve en su interior. A veces, con las madres, suceden esas cosas. Trabajan todo el día en la casa, lavan la ropa, planchan, cosen con puntadas invisibles los desgarros hechos en nuestras ropas, y hasta se dan maña para hacer una torta de esas rápidas para la hora del té; tienen poco tiempo para sentarse tranquilas, y a veces les gustaría tanto abrirle paso a la imaginación de la mano de un buen libro, una novela, una linda biografía, también para leer una buena biografía, no crean, y tal vez sobre todo para leer una biografía se necesita mucha imaginación, o un lindo cuento, donde ellas pudieran imaginarse, sin pensar siquiera que lo imaginan, que son ellas misma las que atravesando con cuidado los rieles hechos de letras y frases van internándose en territorio nuevo, y a medida que se internan van participando en las distintas situaciones que se suceden.

De chicas leían “Alicia en el país de las maravillas”, pasaban del otro lado del espejo, se codeaban con seres maravillosos, viajaban a través de los siglos, se asomaban a las murallas de Troya, conocían a Simbad el marino, participaban de las aventuras de El Corsario Negro y ahora que nunca acababan con los trabajos de la casa para sentarse a gusto un rato, como antes, ellas solas con su lectura, los gatos, con sus travesuras hasta les robaban el recuerdo de esos días lejanos, que la memoria sabe volver a traer frescos otra vez y encantadores. ¡No hay derecho!

Por eso sé que mamá aunque no llorara como nosotras, suspiró muchas veces y hasta bien tarde dio vueltas en la cama sin poder dormir. Tal vez recordó aquella vez, cuando era chica, en que alguien, ella misma no recordaba muy bien quién había sido, durante la comida en la mesa, había hablado de deshacerse de unos gatitos recién nacidos que para ella y sus hermanos era una fiesta visitar entre los trastos del galpón, y que nada más que oír esa sentencia, ella y sus hermanas se habían puesto a llorar, y habían llorado tanto, pero tanto, con sollozos entrecortados con hipos, igual que mi hermana esa noche, que su papá, en fin, mi abuelo, montó, como se dice o se decía, en cólera, y para poder terminar de comer si no tranquilo porque ya se había alterado y cuando se alteraba su cara se ponía roja, y también sus orejas, y para volver a serenarse completamente le costaba un buen tiempo, al menos para no oír más esos llantos que le perforaban, literalmente, decía él, los oídos, fue que dijo que dejaran a esa gata tranquila en el galpón, que los gatitos se iban a necesitar para que las lauchas no se adueñaran totalmente de ese lugar con tantas bolsas de trigo y de maíz guardadas ahí, pegó un fuerte manotazo sobre la mesa dando por terminado el asunto y mandó a las lloronas a encerrarse en el cuarto.

Al día siguiente de su vuelo por la ventana, la gata seguía sin aparecer, tampoco apareció al otro día; varios días pasaron, no sé cuántos; para un chico, un día es un tiempo bien largo y a mí y a mi hermana nos pareció que la mismísima eternidad se había instalado en casa.

II

La luz resplandecía en los vidrios de las ventanas, las hojas doradas del otoño murmuraban viejas y hermosas historias en el patio y llegó la noche bajo su capa azulada. Orión, el Toro, los tres Reyes Magos, el carrito cruzaron en un paseo rutilante todo el cielo, el alfanje incrustado de diamantes resplandecía en la cintura de Orión y las cabelleras de las chicas, bueno en realidad las Pléyades, ondulaban salpicadas de oro mientras huían, desesperadas, olvidándose de que el Toro, con los formidables cuernos de su testuz enorme, se había interpuesto entre ellas y el gigante, y no tenían ya nada que temer.

Esa noche, entonces, mientras todos dormían, ¡ah sí!, porque suele ocurrir que muchas cosas encantadoras suceden durante el sueño, Milda con ese andar sigiloso de los gatos entró a la casa. De ese modo nunca supimos desde dónde vino, ni a qué hora, ni por donde entró. Lo cierto es que a la mañana siguiente estaba sentada al lado de la cocina esperando, como siempre lo había hecho, su plato de leche. Mi hermana y yo retuvimos los gritos de alegría, le dimos unas palmaditas en el lomo y la cabeza y nos sentamos a desayunar. Porque las alegrías más intensas, esas que nunca se olvidan, pasan muchas veces no tanto por la explosión de gritos y efusiones sino que se manifiestan como una impresión silenciosa y profunda que produce un temblor en las piernas y hace subir a la garganta eso que a falta de otro nombre llamamos un nudo, pero que no es más que el retumbar de algo inmenso que va muy adentro, bien adentro de nosotros.

Mamá entró a la cocina, vio la gata, le sirvió la leche como todos los días junto a los otros inquilinos peludos y al ir a darle un suave golpecito en el lomo solo le dijo: “¿Volviste?”, a lo que Milda, sin dejar de tomar la leche y arqueando el lomo pareció contestar con un: “Mmmrrrimmmiauuu”.

Cuando terminó de tomar su leche se lamió cuidadosamente los bigotes que ahora no parecían tan sedosos, los otros gatos vinieron a olerla, ella los dejó hacer, después vino a frotarse contra las piernas de los que estábamos tomando el desayuno, y los otros la imitaron, porque, claro, lo mismo que las personas los gatos sienten celos de los cariños que se le dan a los demás, mientras Milda ya satisfecha y habiendo dado a su manera un saludo a todos los presentes ya saltaba sobre su almohadón, ya se enroscaba, se lamía por última vez y empezaba a ronronear esperando el sueño.

“Vaya a saber por dónde habrá andado” dijo la abuela, mientras le pasaba la mano por la cabeza y el lomo. Milda ronroneaba, y mi hermana y yo más que caminando, les digo, flotando por las veredas, nos fuimos a la escuela.

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