La inocencia perseguida

La inocencia perseguida

“La Resurrección de Cristo”, de Hendrick Van Den Broeck.

María Teresa Rearte

La sangre derramada por Cristo ha sido sangre totalmente inocente. Más de lo que pudo serlo la sangre de Abel. No obstante, Abel era ya la prefiguración de la inocencia perseguida. La que muestra, desde los albores de la historia de la salvación, el rechazo de todo intento de asociar las desgracias humanas con el castigo divino.

Pensar que la “mala suerte” de los desdichados de este mundo es un castigo del cielo, es un prejuicio. Responde a una lógica que lleva a devolver el mal con el mal.

No me propongo un desarrollo completo de las figuras históricas de los sufrientes; sólo quiero mencionar a Job, que representa el misterio del sufrimiento humano, porque no piensa que es un castigo. Sino que busca una explicación. Quiere respuestas. Es Cristo muerto y resucitado el que nos puede guiar para encontrar un sentido al sufrimiento.

A veces se ha asociado al cristianismo con el rigor, y hasta con el estoicismo. Pero no es lo uno ni lo otro. Jesús dice en el Evangelio: “Vayan aprendiendo lo que significa misericordia quiero, no sacrificio”. (Mt 9, 13).

Puede suceder que, por amor, alguien llegue a conocer y emprender el camino del sacrificio. Piénsese, por ejemplo, en el amor de una madre por su hijo. En las horas de velar junto al lecho de su niño enfermo. Pero en rigor, ni el sufrimiento ni el sacrificio, engendran el amor.

Jesucristo ha mostrado su misericordia por los hombres. Y esto lo condujo al sacrificio. ¿Cuesta tanto entender que Dios nos ama? Puede ser que cueste en sociedades y culturas en las que se explota al más débil, se miente y la mentira daña al prójimo, se hace gala de arrogancia y poder para maltratar a otras personas. Culturas en las que la violencia y la crueldad se han apoderado de la vida familiar y social. Las que muestran que es hora de un cambio.

Otro aspecto de esta reflexión es el don. Necesitamos aprender de Dios que es amor. Y también es don. La educación tanto como la espiritualidad cristiana deberían enseñarnos que Dios es Padre. Y nos ama. Lo demuestra el evangelio con las promesas, los anuncios y los milagros de Jesús. Lo bueno sería aprender a dar por amor. Por solidaridad. La historia ofrece ejemplos de lo que refiero. Como el testimonio del P. Maximiliano Kolbe (1894-.1941), sacerdote franciscano, que murió en Auschwitz, en sustitución de un compañero. Donde también murió Edith Stein, monja carmelita conocida como Teresa Benedicta de la Cruz, que entrevió para su sacrificio un carácter expiatorio. Y camino al campo de exterminio escribió un mensaje a la Priora de Echt, del que extraigo esta cita: “Salve, oh Cruz, mi única esperanza.” En uno y otro caso, y los de millones de seres humanos, fue la muerte de inocentes en manos de la barbarie nazi.

Actualmente el don puede entre otras formas- estar expresado en un “contexto rico en humanidad y amor”à, “por la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanza.” (*) El tema requeriría un tratamiento amplio, que no es posible en esta nota. Pero lo menciono porque la técnica de los trasplantes de órganos es un instrumento del progreso humano, para realizar la finalidad primera de la medicina, que es el servicio a la vida.

Jesucristo no fue un estoico. Al inicio de su misión no habló de sacrificio. Tampoco de cruz. Siempre habló de amor. Tuvo sed y lo dijo. Se quejó del abandono de los suyos. Se dejó ayudar bajo el peso de la cruz. De modo que la fe cristiana no pondera el sufrimiento ni el sacrificio por sí mismos. Con su muerte, Cristo nos ha dado la clave para entender la Última Cena. A su vez, ésta muestra la transformación de la muerte violenta en sacrificio voluntario. En amor que redime al mundo. Sin el amor infinito demostrado en la Cena, la Cruz estaría vaciada de sentido. Pero también es verdad que, sin la Muerte en la Cruz, la Cena sería un gesto despojado de realidad.

Cena, Cruz y Resurrección configuran el Misterio Pascual. La Resurrección del Señor es la respuesta a muchos interrogantes humanos. Desde Cristo ya no cabe andar a tientas como Job.

La Cruz no ha sido eliminada del mundo ni de la historia humana. Pero la potencia redentora que irradia debe ser camino de liberación. La comunidad tiene que vivirse como un don, que sigue a la experiencia de la oscura noche de la injusticia. En la que las mociones del Espíritu alienten una nueva y gozosa espiritualidad. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gál 5, 1). Sí, libres para amar.

(*) Juan Pablo II: Evangelium vitae, 86.