editorial

Clásico sin público

  • La decisión de que el partido entre Unión y Colón se juegue a puertas cerradas es apenas una consecuencia de los verdaderos problemas de fondo.

Tarde o temprano iba a pasar. La violencia impune, la complicidad flagrante, la incapacidad dirigencial y política, la delincuencia y la hipocresía generalizada, terminaron generando un cóctel prácticamente incontrolable que llevó al gobierno de la provincia a tomar la decisión de que el próximo clásico entre Unión y Colón se juegue a puertas cerradas.

Es verdad que la situación estructural del estadio, que transita el período inicial de una obra de ampliación, no brinda las mejores condiciones de seguridad. Sin embargo, de no existir un enrarecido contexto previo y si el fútbol no estuviera desde hace tiempo acorralado por prácticas delictivas, seguramente la prohibición del ingreso del público no hubiera sido necesaria.

La decisión de que el clásico entre Unión y Colón se juegue sin público no será gratuita para el gobierno. De hecho, desde un primer momento las reacciones a través de redes sociales reflejaron fuertes críticas hacia las autoridades provinciales y municipales, a quienes se acusa de ser incapaces de generar el marco propicio como para garantizar el normal desarrollo del partido. La situación es tan delicada, que ni siquiera la prohibición del ingreso del público al estadio garantiza que no se produzcan hechos de violencia.

Pero lo que habría que preguntar es por qué se ha llegado a esta situación límite e irracional, en la que una ciudad como Santa Fe deba sumergirse en un estado de virtual militarización durante una jornada de fútbol.

Es cierto que el gobierno adoptó la decisión más impopular. Sin embargo, también es verdad que los antecedentes del partido del domingo abrían un inquietante abanico de riesgos en caso de que el cotejo se hubiera realizado con ambas parcialidades en el estadio.

La violencia no es patrimonio exclusivo de las hinchadas santafesinas. Pero en los últimos tiempos, integrantes de ambas parcialidades se han convertido en protagonistas centrales de este proceso.

Todavía están latentes las imágenes de partidos que debieron ser suspendidos porque integrantes de la barra de Unión así lo decidieron. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si el domingo el equipo local estuviera en clara desventaja frente a su clásico rival? La respuesta es muy sencilla: el cotejo sería interrumpido por los hinchas, generando un escenario de extrema peligrosidad.

Los antecedentes de la barra de Colón resultan aún más preocupantes. En abril pasado, hinchas sabaleros se enfrentaron abiertamente con policías frente al estadio, cuando los uniformados intentaron detener a una persona con pedido de captura. Hubo corridas, balas de goma, piedras, palos, destrozos y uniformados heridos.

Hace apenas siete meses, 35 barras fueron detenidos en Paraguay, luego de protagonizar serios incidentes. Sólo fueron liberados cuando el club pagó una fianza y acordó la reparación económica por los daños causados.

En definitiva, estos antecedentes representan el problema real. La decisión de que el clásico se juegue a puertas cerradas es apenas una consecuencia. Quienes no estén dispuestos a reconocerlo son los que, consciente o inconscientemente, sostienen las condiciones necesarias como para que la violencia y la delincuencia continúen imponiendo sus códigos.

Los antecedentes abrían un inquietante abanico de riesgos en caso de que el cotejo se hubiera realizado con ambas parcialidades en el estadio.