Editorial

Todo por una estatua

  • El gobierno nacional decidió remover el monumento a Colón ubicado desde hace más de un siglo en una plaza pública porteña. No hubo consulta, ni diálogo. La reacción fue inmediata.

En un país con el 25 por ciento de inflación, con reservas en caída libre, sospechas de corrupción que salpican al vicepresidente y a un ex presidente, donde el Congreso de la Nación acaba de sancionar leyes que vulneran de manera flagrante la independencia del Poder Judicial y en el que el Ejecutivo que persigue a pequeños contribuyentes blanquea dólares mal habidos; la discusión sobre el emplazamiento de una estatua acapara desde hace días un lugar significativo en el debate público y político.

La polémica se generó luego de que el gobierno nacional decidiera de manera intempestiva remover el histórico monumento a Cristóbal Colón, ubicado detrás de la Casa Rosada, para reemplazarlo por una escultura de Juana Azurduy, patriota del Alto Perú -hoy Bolivia- reconocida por su participación en las luchas por la independencia sudamericana.

Las autoridades porteñas reaccionaron luego de que organizaciones de la colectividad italiana y entidades que defienden el patrimonio cultural urbano expresaran su desacuerdo con la decisión presidencial. Y consecuentemente hicieron saber a la Nación que la estatua del navegante genovés está emplazada en un espacio verde que pertenece a la ciudad de Buenos Aires. La respuesta del gobierno de Macri se conjugó entonces con crecientes expresiones de descontento por parte de vecinos, que incluyeron manifestaciones públicas y un abrazo simbólico al monumento acechado por el desarme y posterior traslado a la ciudad de Mar del Plata. El acto coincidió con el Día del Inmigrante Italiano, instituido en memoria del nacimiento de Manuel Belgrano, hijo de un genovés.

Sin embargo, el secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, ratificó la decisión oficial, desestimó las críticas del macrismo y afirmó que esto “es parte de una acción contra el gobierno nacional”, pese a que la imagen colombina se erige desde principios del siglo pasado en una plaza pública porteña, y no en los jardines de la Casa Rosada.

Parrilli recordó que el monumento es una donación realizada a la Nación argentina, aunque hace pocos días la Legislatura porteña dictó una ley declarándolo patrimonio histórico de la Ciudad.

Resulta llamativo con qué facilidad el eje de una discusión puede ser manipulado. Lo que el funcionario nacional sabe, pero jamás reconocerá, es que la reacción del gobierno porteño y de los vecinos de la ciudad nada tienen que ver con cuestiones legales, históricas y burocráticas.

Lo que molesta y genera rechazo es el modo de actuar de las autoridades nacionales quienes -aparentemente por orden de Cristina Fernández- iniciaron de manera inconsulta los operativos de remoción de un monumento que fue donado al país como testimonio de hermandad entre ambos pueblos.

No existió comunicación previa, ni diálogo, ni buenos modales. Y el traslado del monumento a Colón se convirtió en otro eslabón de una larga, desgastante y absurda cadena de enfrentamientos con los más diversos sectores de la sociedad. Las decisiones de la presidenta se cumplen, no se discuten.

Con esta misma lógica, mañana la presidenta de la Nación podría ordenar la demolición del Obelisco porteño, aduciendo que no le gusta y que es un Monumento Histórico Nacional.

Y mientras esta discusión se prolonga, los grandes problemas del país quedan, al menos por unos días, en un segundo plano. En definitiva, siempre será más liviano hablar de monumentos que brindar respuestas sobre cuestiones como la inflación, la corrupción o la politización de la Justicia.

Siempre será más liviano hablar de monumentos que brindar respuestas sobre cuestiones como la inflación, la corrupción o la politización de la Justicia.