El 4 de julio de 1943 (II)

El proceso que hizo presidente a Perón

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Spruille Braden y Juan Domningo Perón. foto archivo

 

por Rogelio Alaniz

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El agotamiento del orden conservador y la candidatura de Patrón Costas han sido los argumentos principales de la historiografía populista para justificar el cuartelazo del 4 de junio de 1943. Menos explorada ha sido la hipótesis del temor de los militares a la emergencia de un frente popular o de una unión democrática. Para 1943, los militares nacionalistas temían que se repitiera en la Argentina una experiencia parecida a la de la guerra civil española. El 1º de mayo de ese año, por las calles de Buenos Aires habían desfilado multitudes de trabajadores enarbolando banderas rojas y entonando consignas revolucionarias. Para militares formados en el anticomunismo más cerril y el ultramontanismo religioso, ese espectáculo callejero era lo más parecido a una pesadilla.

El pánico estaba justificado a medias. El entendimiento político entre radicales, socialistas, demoprogresistas y comunistas estaba muy avanzado. Incluso el acuerdo establecía que la UCR designaría al candidato a presidente mientras que el vice sería el santafesino Luciano Molinas. Se trataba de un acuerdo que en su momento habían impulsado Alvear y Justo y cuyas muertes imprevistas los apartaron del escenario. Objetivamente no era una fórmula para asustar a nadie, pero para los militares nacionalistas del 43 y sus consortes civiles, ese entendimiento entre masones, liberales e izquierdistas, era algo así como la antesala del infierno. Para los arrogantes entorchados de entonces el aire hedía a incienso y azufre.

Aunque más no sea como ejercicio intelectual, no dejaría de ser interesante preguntarse qué habría pasado en la Argentina si Ortiz, Justo y Alvear no hubieran muerto de manera imprevista. No fueron así los hechos. Los que llegaron fueron los coroneles que a lo largo de la década del treinta se beneficiaron con becas, ascensos y cursos de capacitación en Europa, particularmente en Alemania e Italia. La figura preferida de la historia es el laberinto y sus desenlaces, a diferencia de las películas rosas, no siempre le otorgan el triunfo al más bueno, sobre todo cuando el supuesto “más bueno” no sabe estar a la altura de los desafíos de su tiempo.

Supongo que es un error sostener que los coroneles del 43 eran nazis. En realidad había matices y diferencias. Algunos eran nazis, otros eran falangistas o franquistas, muchos eran fascistas, los más exigentes se deliraban con Guardia de Hierro y las hazañas de los militares croatas, no faltaban los que se habían indigestado leyendo los textos de Maurras o estudiado las experiencias de Salazar en Portugal. En homenaje a la literatura nacional, sus héroes era el Leopoldo Lugones de “la hora de la espada”, y, por supuesto, su entrañable hijo, el inspirado inventor de la picana eléctrica y colaborador leal y diligente de ese otro gran ideólogo del 43 que se llamó Filomeno Velasco. No, no eran todos nazis.

Un dato curioso es el empecinamiento de estos militares por no entender lo que estaba pasando en el mundo. Para 1943, estos caballeros estaban convencidos de que Alemania ganaba la guerra y actuaban en consecuencia. El encandilamiento ideológico y la fascinación política eran tan fuertes que datos como la victoria rusa en Stalingrado, el desembarco de los aliados en Sicilia luego de haber aplastado en el desierto a la serpiente o las victorias en Midway y Guadalcanal, no afectaban sus obsesivas y entrañables certezas.

No concluyeron allí los errores. En 1945, el régimen militar, con Perón incluido, apostó a la continuidad de la hegemonía británica, ignorando que el nuevo líder mundial era Estados Unidos. Van a pasar unos meses hasta que Perón descubra que era más importante arreglar con Eisenhower que con mister Eady o lord Macmillan. Por último, hasta 1951, “el primer trabajador” apostó a una tercera guerra mundial, perdiendo de perspectiva el nuevo dato del mundo: la Guerra Fría y algunas de sus consecuencias más paradójicas, la coexistencia pacífica y la globalización. El líder nacional que siempre se jactó de entender la realidad del mundo como la palma de su mano, se equivocó sistemáticamente a la hora de los diagnósticos estratégicos. Sin embargo, los errores de perspectiva no le impidieron entender en el orden interno la debilidad de sus enemigos y las posibilidades de sus propias fuerzas. La historia se amasa también con estas contradicciones.

El cuartelazo del 43 fue el único en la larga saga de asonadas militares que tuvo descendencia política: el peronismo. Nadie lo pudo hacer antes, nadie lo pudo hacer después. Antes que el candidato del movimiento obrero, Perón fue el candidato de los militares. Y de la iglesia católica, seducida por el coronel que había legalizado la enseñanza religiosa e instalado en los ministerios clave de Educación a integristas de la talla de Giordano Bruno Genta, Ignacio Olmedo, Oscar Ivanissevich, Alberto Baldrich y Gustavo Martínez Zuviría. Para Perón, el reconocimiento al 4 de junio de 1943 fue tan intenso que luego de ganar las elecciones en febrero de 1946 eligió esa fecha para asumir la presidencia.

El mito, después, inventó un 17 de octubre que tuvo su importancia, pero muy por debajo de la leyenda que el señor Apold recrearía generosamente. También pertenece a Apold y a la perspicacia de Perón haberse valido de las torpezas del embajador de los EE.UU., Spruille Braden, para plantear una eficaz consigna electoral. De Braden se sabe que fue embajador, pero se sabe menos que sólo estuvo tres meses en la Argentina. Mucho menos se sabe que el siguiente embajador yanqui, mister George S. Messersmith, fue condecorado el 17 de octubre de 1946 con la medalla de lealtad peronista. En esas ambigüedades y en ese estilo “genial” de trabajar las tácticas, Perón demostraba que sin lugar a dudas era el primer peronista de la causa. Después llegarán los imitadores.

Volvamos a 1943. La Argentina estaba cambiando. Para esa fecha la producción industrial empezaba a superar a la producción agropecuaria. Se transitaba de una sociedad rural a una sociedad urbana. La sustitución de importaciones y la guerra habían modificado el escenario social y económico. Junto con ello se alteraban las clásicas visiones sobre el Estado y los roles de sus principales actores.

Ahora bien, de ese escenario no se deducía fatalmente que el peronismo, con sus componentes militares, clericales y fascistas debía ser su heredero. La Argentina tenía otros caminos políticos para elegir. No lo hizo o no supo hacerlo. En todo caso, el que logró articular una salida perdurable fue el peronismo, pero de allí no se deduce que esa fuera la única posibilidad nacional.

En el 43, el peronismo persuadió a la sociedad sobre las bondades de sus propios objetivos. ¿Cuáles eran? El concepto de salvación nacional, la idea de que una élite de militares estaba capacitada para salvar a la Nación. La salvación no provendría de las instituciones republicanas, sino del líder y el partido único El líder debía ser militar, porque los militares estaban llamados a defender los trascendentes valores de la Nación. La justicia social era el antídoto contra la lucha de clases, pero el precio a pagar por estos beneficios era liquidar la democracia. Los trabajadores debían estar encuadrados en sindicatos dependientes del Estado. Y la consigna a obedecer era la siguiente: de casa a trabajo y del trabajo a casa.

Tres presidentes produjo el cuartelazo de 1943. Arturo Rawson, que duró menos de dos días; Pedro Pablo Ramírez, que estuvo siete meses, y Edelmiro Farrell, que se mantuvo hasta 1946. Farrell fue el hombre providencial de Perón. Fue el que lo habilitó para que fuera ministro de Trabajo, vicepresidente de la Nación y ministro de Guerra. Cuando alguna vez le preguntaron a este ilustre militar qué entendía por justicia social, respondió sin inmutarse: chupar, comer y salir con mujeres. Tal vez no estaba equivocado.

El cuartelazo del 43 fue el único en la larga saga de asonadas militares que tuvo descendencia política: el peronismo. Nadie lo pudo hacer antes, nadie lo pudo hacer después.