De tapas y paseos por tierras españolas

De tapas y paseos por tierras españolas
 

Una callecita de Cuenca, a 160 km. de la capital de España.

Fragmentos de poemas escritos sobre una calle de Madrid; la casa del autor de “Don Juan Tenorio” en Valladolid; la leyenda que inspiró el nombre de Simancas; las “casas colgadas” de Cuenca, y como fondo y a toda hora, el placer de degustar las clásicas tapas. Fuera de los destinos tradicionales, España sigue sorprendiendo a cada paso.

TEXTOS Y FOTOS. GRACIELA DANERI.

Por primera vez, después de unos cuantos viajes a España, descubrimos lo que significa ir de tapas, como lo denominan los propios españoles o quienes frecuentan asiduamente la península. Esta vez se dieron las circunstancias en Madrid, Valladolid, Simancas, o Cuenca, en cualquier momento del mediodía o de la noche.

Y, a decir verdad, durante nuestra estancia española diariamente esperábamos el momento de instalarnos en una tasca (típicos barcitos para beber y comer) o en el Mercado de San Miguel (Madrid), para degustar esos platillos que mezclan una considerable multiplicidad de exquisitos jamones, salamines, quesos, incomparables aceitunas con los más variados rellenos, mariscos y papas saladas, que los españoles acompañan con una refrescante jarra de sangría helada o bien de sidra o vermut “tirados”, como nuestra cerveza de barril.

RINCONES A DESCUBRIR

España (como Italia y tantos otros países) es subyugante para el forastero. Por sus paisajes, sus ciudades, su gente -su magnífica gente-, porque es amable, generosa, dispuesta a ayudar, a entablar conversación.

Por ejemplo, Madrid es una de esas ciudades donde uno descubre siempre sitios hasta entonces desconocidos por no haberlos transitado nunca, no porque no tengan valor. En este sentido se pude citar la Calle de las Huertas, que despunta en el Paseo del Prado y se extiende hasta vaya uno a saber dónde. Está enclavada en el bien llamado Barrio de las Letras y es una arteria pintoresca, peatonal, que merece ser caminada para apreciar su añejo entorno y las leyendas estampadas sobre sus aceras, fragmentos de poemas, textos o simplemente frases de notables escritores del Siglo de Oro. Los antecedentes aseguran que por ahí mismo, o en el vecindario, vivieron Cervantes, Lope de Vega, Góngora y Quevedo, que no es poco decir.

Una de las obras arquitectónicas realmente recomendables para admirar es la parroquia de San Cayetano, en la Calle de Embajadores, cuya hermosa fachada se le adjudica a José Benito de Churriguera, el maestro del barroco español que, a pesar de haber sido muy criticado por su excentricidad formal, dio su nombre a un estilo memorable.

Otro espacio que es entretenido recorrer, aunque bien conocido, es el denominado El Rastro, una feria dominical al aire libre, que abarca varias calles donde se instalan puestos de venta de cualquier cosa (de todas las cosas, lo que se busque, que siempre pueden encontrarse a buen precio).

También hay una arteria a la cual es agradable acercarse: Martín de los Heros, ahí a metros de la Plaza de España. Una vía para los cinéfilos, ya que concentra un buen número de salas (esas de arte y ensayo, como solían denominarlas), consagradas al buen cine. Allí estuvo alguna vez el Alphaville, cuyo espacio ocupa el Golem, separado sólo por unos pocos metros del Renoir, que también nuclea a varias salas. En cualesquiera de ellas puede verse algo del cine más selecto, incluyendo el de países cuyas obras rara vez se difunden en la Argentina.

VALLADOLID, SIMANCAS Y UNA ATRAPANTE LEYENDA

A 189 kilómetros de Madrid, en jurisdicción de Castilla-León, Valladolid asoma como una ciudad apacible, que hoy alberga a poco más de 300.000 habitantes. Es poco común encontrar a esta ciudad entre las que recorren los circuitos turísticos predeterminados por las agencias de viajes.

Llegar hasta ella en autobús desde Madrid es muy fácil, pues demanda sólo alrededor de dos horas. La terminal está situada en las inmediaciones del amplísimo parque denominado Campo Grande que, al atravesarlo, desemboca en el corazón mismo del casco histórico, en las inmediaciones de la Plaza Mayor. En torno a ella, lo habitual: su catedral, barroca en este caso, que está bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción. Este hermoso monumento religioso fascina con sus toques churriguerescos plasmados por Alberto de Churriguera, miembro de una familia de artistas, como que era hermano del gran José Benito (injustamente denostado por su profusión ornamental); en tanto las centenarias construcciones de los alrededores forman parte de los anales de la urbe tradicional.

El calor de la siesta vallisoletana imponía hacer un alto en la recorrida y refugiarse en una tasca para saborear la siempre oportuna porción de tapas y así también recuperar las ya declinantes energías para emplearlas en lo que resta de la jornada.

Momentos después, Octavio Pereda Curbelo (director ejecutivo de la organización no gubernamental Fondo Verde), nuestro anfitrión, con su proverbial bonhomía, nos acercó al solar que fuera la casa natal del poeta romántico José Zorrilla, autor de “Don Juan Tenorio”, hoy convertida en museo. Un jardín y una pequeña glorieta forman parte del restaurado inmueble. Por aquellos días, en esa finca se rendía homenaje a Miguel Delibes, laureado escritor y miembro de la Real Academia Española, que nació y murió en Valladolid, y autor, entre otros tantos relatos, de “Los santos inocentes”, que Mario Camus llevó a la pantalla. Y si al cine aludimos, vale citar una película olvidada (y olvidable, por cierto): “Una muchachita de Valladolid”, que el ítalo-argentino Luis César Amadori filmó allí, en sus calles, en sus iglesias (durante el franquismo era de buen tono mostrar templos y gente devota), con Alberto Closas y Analía Gadé.

Después de airearnos nuevamente por los jardines de Campo Grande hasta las orillas del Pisuerga -el río que atraviesa la ciudad y que la gente habitualmente utiliza como balneario y sitio de esparcimiento-, regresamos al área histórica. Allí vale detenerse frente al Teatro Calderón, construcción de estilo clásico que data de 1864, frente al cual un monumento recuerda al poeta y dramaturgo.

Caía la tarde cuando con Octavio tomamos rumbo hacia un pintoresco villorrio en los aledaños de Valladolid y obviamente fuera de los circuitos turísticos armados: Simancas. Ahí, el castillo lugareño (obvio referente de la villa) es una auténtica fortaleza del siglo XV, con sus sólidos muros, sus almenas y el clásico foso perimetral. Mientras nos recibía ya la noche, nos internamos en sus medievales y enigmáticas callejuelas, estrechas y serpenteantes.

Es muy interesante lo que relataba Octavio, conocedor de las tradiciones del lugar: el nombre de esta población nace de una antiquísima leyenda, que asegura que un rey moro, después de librar una de sus batallas contra los “infieles”, exigió como tributo que les fueran entregadas siete doncellas nativas. Seleccionadas ellas, todas decidieron como acto de protesta y rechazo amputarse una mano. Así, cuando las autoridades cristianas del lugar pretendieron entregar las jóvenes al monarca en cuestión, viendo éste esa mutilación, sentenció “si mancas me las dais, mancas no las quiero”. Por ello, una estatua situada en una pequeña plazuela de Simancas rinde tributo a aquellas muchachas y a la fábula que dio nombre al villorrio, vecino a Valladolid. Al marcharnos, ya bien entrada la noche, atravesamos la Plaza Mayor, teniendo como fondo el Ayuntamiento iluminado.

CUENCA Y SUS CASAS COLGADAS

Otra de las ciudades del entorno de Madrid que merece ser visitada es Cuenca, a unos 160 km. de la capital de España, en medio de las serranías de Castilla-La Mancha, y con sólo unos 56.000 habitantes. Su casco histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad, y hacia él nos dirigimos una soleada mañana, apenas llegamos a esta urbe, que sabíamos pintoresca y, por lo tanto, digna de ser conocida.

Un autobús nos dejó en la estación lugareña y, momentos más tarde, con otro del transporte urbano arribamos a la zona alta de la misma, la más antigua. Ahí, frente a las ruinas de lo que fue un castillo, el varias veces centenario Puente de San Pablo une un cerro con otro, y las tradicionales “casas colgadas” (emblemas de la ciudad, aunque en realidad no son muchas) asoman sobre precipicios.

Después de una detenida visita y recorrido por esas callecitas vacías en una siesta cansina, iniciamos el descenso a la otra Cuenca, la contemporánea, no sin antes pasar por la Plaza Mayor que, como es habitual, está flanqueada por la Catedral, cuya gótica construcción comenzó en el siglo XII; el Palacio Arzobispal y el Ayuntamiento, además de tiendas de souvenir y profusión de bares de tapas.

Al marcharnos, lo hicimos pasando bajo la arcada del Ayuntamiento, donde la calle de Alfonso VIII remite a otras arterias por las cuales se va intuitivamente camino a la Cuenca actual, la doméstica, la que queda fuera del área patrimonial. Es la ciudad cotidiana, con sus sobrias peatonales y avenidas, donde a esa hora de la tarde los comerciantes comenzaban a abrir las puertas de sus locales.

Realizamos la habitual caminata por esos sitios con menos matices que los anteriores allá en lo alto en la Cuenca antigua e histórica (aunque no menos agradables), con la convicción de haber visitado una ciudad que realmente vale la pena ser conocida.

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Vista de Cuenca.

El calor de la siesta vallisoletana imponía hacer un alto en la recorrida y refugiarse en una tasca para saborear la siempre oportuna porción de tapas.

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Las “casas colgadas” de Cuenca asoman sobre precipicios.

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Restos de muros romanos, en Valladolid.

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El edificio de la Universidad de Valladolid.

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Castillo de Simancas, auténtica fortaleza del siglo XV.

Una estatua situada en una pequeña plazuela de Simancas rinde tributo a la fábula que dio nombre al villorrio.