LOS PROBLEMAS DE LA EDUCACIÓN EN LA ARGENTINA XIV

Los primeros años en la Universidad (II)

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Alberto Cassano

Transfórmese en un estudioso del cambio. Es lo único que permanece constante. A. D’angelo.

En el artículo anterior me referí a los problemas de los alumnos cuando recién ingresan a las universidades públicas. Hay otro conjunto de dificultades y obstáculos que les crean el contexto, los procedimientos y los profesores que el sistema universitario debería procurar resolver.

1) Las aulas multitudinarias. Cuanto mayor es el número de alumnos, más tardan éstos en participar de las clases y preguntar las dudas que normalmente deberían surgir. Un curso en el que los profesores -exagerando para ejemplificar- no conozcan a sus alumnos por el nombre (salvo casos justificados de problemas de memoria) tiene bajas probabilidades de que una gran proporción de los estudiantes que asisten a él lo terminen bien. Culminarlo correctamente, significa que hayan aprehendido los conocimientos que el programa propone y que los mismos queden asimilados. Tal vez lo “pasen” con el actual sistema de evaluación, que sólo demanda paciencia y constancia hasta aprobar (proceso analizado críticamente en mi nota anterior), y sigan su camino, pero -salvo excepciones- habiendo aprendido menos de lo deseable. Lamentablemente, en algunas carreras, las clases teóricas de algunas materias se dan en aulas grandes con un muy alto número de alumnos. Para que la clase sirva, tiene que darse la existencia de un espacio físico que favorezca y estimule el diálogo. Una clase con más de cuarenta alumnos ya ofrece una alternativa desfavorable y si, sumado a la cantidad de alumnos, la Universidad no dispone de la infraestructura necesaria, deja de ser eficaz en su objetivo que es enseñar bien al mayor número de personas.

2) La falta de participación. Aun en aulas de tamaño razonable, si los alumnos no intervienen en la clase el proceso no funciona bien. Y ello se debe a varios motivos. Señalaré algunos: (i) Al principio puede ser por timidez y retraimiento; sobre todo si de entrada el profesor no rompe la barrera que pareciera aislarlo y mantenerlo a distancia, (ii) luego sobreviene el temor al bochorno de preguntar algo que los demás entendieron (sin darse cuenta de que a todos les pasa lo mismo) y a medida que no se formulan las interpelaciones, se van aumentando las dudas, y en algunas disciplinas se acumulan de manera potencial, impidiendo seguir absorbiendo nuevos conocimientos o interrelacionarlos con los que ya se plantaron antes y (iii) porque como no están al día, ni siquiera comprenden lo suficiente para saber si lo que fue explicado, debieron haber estado en condiciones de interpretarlo. El profesor tiene que hacer un gran esfuerzo para procurar que estas situaciones no ocurran. Pero en clases muy numerosas el tema escapa de su control. No se puede dar una idea clara si el curso lo sigue en su exposición o no. Y cuando se da cuenta de que no ocurre, continúa con el programa pero ya sin el necesario afán e interés por verificar si logra ser entendido o no. Y debería ser la más importante.

3) Las clases de tipo magistral deberían ser cosas del pasado, pero mucho más en los primeros años. Y aquí es donde el sistema de selección de los profesores no debería fallar. Si en los últimos años o para no equivocarme, en un curso de posgrado, el profesor no es muy didáctico, el daño que causa es menos importante. Es más, en un curso de doctorado, por ejemplo, el principal esfuerzo debería ser hecho por el alumno, al que se le deberían asignar temas para que los “digiera” por su cuenta. A esa altura no se le debe enseñar a estudiar (aunque nunca se deberá dejar de enseñar a pensar). Pero en los primeros años, la falta de una adecuada explicación por parte de un buen profesor, puede ser casi irremediable para muchos. De allí que en los concursos (sistema que usualmente prevalece en las universidades públicas) es cuando se debería asignar un valor importante a los aspectos didácticos. Sobre este tema, dedicaré un artículo específico más adelante, pero por ahora debería quedar bien claro que es fundamental que los docentes de los primeros años sepan los contenidos, pero además, y es tanto o más importante, manejen con soltura la forma de enseñarlos para aquellos que están recién aprendiendo los métodos de la universidad y, por sobre todas las cosas, mucha paciencia para repetir los conceptos más complejos hasta que estén seguros de que han sido aprendidos. No se puede edificar sobre cimientos débiles y éstos se colocan en los primeros años. El que sabe y enseña transforma las cosas difíciles en fáciles y no es porque tenga la facultad de hacer milagros.

4) La asistencia a las clases de alumnos que, por los vigentes métodos de correlatividad, los habilita a concurrir a ellas sin poseer los conocimientos previos necesarios. No puedo cuantificar cuánto daño hace “el vicioso esquema de correlatividades” en las carreras de humanidades y ciencias sociales. Por razones de prudencia no me animo tampoco a hacerlo en las áreas biológicas, pero en las ciencias exactas y las ingenierías, es el mayor daño que se le hace a un alumno. Porque el procedimiento les permite atender clases de las que entienden, con suerte, una parte muy reducida de lo que deberían. Acumular materias que “se adeudan” continuando con la toma de cursos, puede servir para dejar contentos a los padres -si todavía se preocupan- para que piensen que su hijo adelantó uno o dos años en la carrera. Pero si los alumnos que recurren a “arrastrar” materias atrasadas, creen que los va a ayudar, se equivocan doblemente: (i) normalmente interrumpen su asistencia (o al menos la participación activa) cuando se ponen a preparar el examen de la materia “colgada” en los turnos de exámenes intermedios, que son la deplorable consecuencia del mecanismo de correlatividades y (ii) desaprovechan lastimosamente el tiempo cuando cursan la materia en esas condiciones. Hacerlo de la otra forma, les debería permitir, si llevan la materia al día -porque no distraen el tiempo en otras- al terminar las clases, con un breve repaso, rendir enseguida. En los otros casos, tienen que estudiarla totalmente casi desde cero, porque mientras estuvieron en clase, no aprovecharon para entenderla y sacarse las dudas. Entonces, en lugar de ir a hacer consultas de inmediato, sobre un tópico específico que no les quedó claro y no se animaron a hacer la pregunta en la clase, en la semana previa al examen concurren con la larga lista de dudas que les aparecen mientras preparan la totalidad del programa, porque es la primera vez que se han puesto con algo de seriedad a estudiar y es como si nunca la hubieran visto antes. Ni qué pensar, si este proceso ocurre un año o dos después del momento en que “asistieron” a las clases teóricas, porque entonces sí que no recuerdan nada de lo que “oyeron” en el pasado.

5) La ejercitación permanente. En aquellas disciplinas que lo permiten, las clases teóricas deberían estar acompañadas de la resolución de problemas y la ejecución de trabajos prácticos. Y no se debería permitir que hagan ninguna de las dos actividades si no conocen la teoría que se desarrolló con anterioridad. De lo contrario, todo lo que hacen es copiar lo que están haciendo los pocos compañeros que sí están procediendo bien. De nuevo, están perdiendo el tiempo, haciendo algo que no entienden. Y el “buen compañero” que facilita la información para que la transcriban, en el fondo, les está haciendo un gran daño. Pero el sistema es así y en las universidades públicas nadie intenta cambiarlo.

6) La evaluación continua. Prácticamente todas las semanas se debería verificar si el alumno va al día con la asignatura. En las ciencias exactas y las ingenierías sería muy sencillo hacerlo. No pueden participar de la clase de problemas o de trabajos prácticos si no demuestran que conocen la teoría en un miniexamen previo. En otras áreas del conocimiento, deben existir con seguridad alternativas equivalentes. De esta forma, se consigue que el estudiante mantenga durante el cursado de la materia el mismo ritmo que llevan las clases. Es el tan molesto como efectivo “quiz” de las universidades de los EE.UU. Entonces, la evaluación final, pasa a ser una formalidad tan efectiva como poco traumática.

Ahora bien, si esto se hace con todas las materias de una carrera desde los primeros años -salvo el caso del estudiante que trabaja, tiene una enfermedad o alguna otra circunstancia muy especial-, o estoy muy equivocado o únicamente la ociosidad podría justificar la excesiva duración de las carreras universitarias que tienen programas realmente ejecutables en los tiempos teóricos previstos (que es otro tema a discutir también). El problema de la deserción tiene en cambio otras facetas que no se explican solamente con las descriptas hasta ahora.

(Continuará).

Cuanto mayor es el número de alumnos, más tardan éstos en participar de las clases y preguntar las dudas que normalmente deberían surgir.

No se puede edificar sobre cimientos débiles y éstos se colocan en los primeros años. El que sabe y enseña transforma las cosas difíciles en fáciles y no es porque tenga la facultad de hacer milagros.