la vuelta al mundo

Los ciento veinte días de Francisco

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por Rogelio Alaniz

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Se dice que desde hacía mucho tiempo los jóvenes no se movilizaban con tanta alegría por la presencia del Papa. Las expectativas del congreso juvenil a celebrarse en Brasil son desbordantes. El entusiasmo va más allá de los jóvenes y alcanza a multitudes de todas las edades y las condiciones sociales. Como dijera una cronista del Vaticano: Francisco es verdaderamente un fenómeno social.

En realidad, los Papas siempre han despertado pasiones fuertes y cada uno ha sido portador de novedades trascendentes. Juan XXIII y Pablo VI y el Concilio Vaticano II, uno en clave popular, el otro en clave intelectual; Juan Pablo I, el esfuerzo breve pero trascendente de combatir la corrupción interna; Juan Pablo II como artífice de la derrota del comunismo, el Papa que llegaba de Polonia, inauguraba las giras por el mundo y reivindicaba para la Iglesia una identidad precisa apuntalada por su notable carisma. Luego, Benedicto XVI, quien enfatizará en un tiempo de banalizaciones y muerte de las ideologías el valor de la reflexión intelectual y el coraje de renunciar a su función de vicario en una institución que desde hacía siglos no se permitía esa licencia.

Ciento quince ancianos senadores del colegio cardenalicio decidieron en marzo de este año la elección de un nuevo Papa. Estas elecciones siempre se han hecho teniendo en cuenta los momentos históricos. La sabiduría de los cardenales ha radicado en interpretar esa exigencia. Si esa sabiduría proviene de la experiencia, la lucidez o del Espíritu Santo es un tema a debatir en otro momento, pero lo que está fuera de discusión es la perspicacia de los cardenales para elegir al hombre oportuno en el momento oportuno.

Francisco hace ciento veinte días que ocupa la silla de San Pedro. Ha sido un tiempo pleno de novedades y buenos auspicios. En primer lugar, se trata del primer Papa americano y, para nuestro íntimo orgullo, argentino. En segundo lugar, se trata de un Papa que ha decidido brindar un testimonio personal fundado en el acto de predicar con el ejemplo. Francisco habla de colocar a la Iglesia al lado de los pobres y promueve iniciativas teóricas, simbólicas y prácticas en esa dirección.

El nuevo Papa ha sido calificado por sus correligionarios como “el barrendero de Dios”, la persona indicada para ponerle punto final a los excesos de la curia vaticana, a los chanchullos financieros del IOR y a lo que calificara con palabras claras y directas: el lobby gay.

Loris Capovilla ha dicho que su presencia significa el retorno de Juan XXIII. Capovilla tiene noventa y cuatro años y fue secretario privado de Roncalli. Otros teólogos estiman que se abre la oportunidad histórica de retomar las enseñanzas suspendidas del Vaticano II. Menos optimistas, algunos estiman que su magisterio sería brillante si lograra instalar a la Iglesia en el siglo XXI.

Por lo pronto, las pasiones que ha despertado son sinceras y generosas. En pocas semanas, Francisco ha definido una orientación que seguramente se irá ampliando y, tal vez, profundizando. Su sonrisa cálida, sus gestos de austeridad, sus testimonios personales, ya han marcado un estilo. La reciente encíclica Lumen fidei, escrita “a cuatro manos” con Ratzinger, da cuenta de sus inquietudes teológicas e incluso de sus refinamientos teóricos. Bergoglio no es un intelectual académico como Ratzinger, pero es un jesuita culto, un hombre de una formación teórica que poco y nada tiene que ver con la de un “curita de parroquia” como intentara descalificarlo un escriba del Vaticano, observación impropia asociada con el prejuicio de que ser un curita de parroquia es una cuestión menor.

Los objetivos que se ha propuesto Francisco son ambiciosos, y el futuro dirá hasta dónde los podrá concretar. Por lo pronto, los pasos que ha dado son prácticos y van más allá de las declaraciones o las denuncias verbales. Para decidir con respecto al futuro del IOR y conocer los entremeses de una gestión financiera en algunos puntos escandalosa, el pasado 24 de junio ha constituido una comisión integrada por cinco personalidades competentes y externas. Entre ellas, se destaca la ex embajadora de Estados Unidos ante la Santa Sede, Mary Ann Glendon. No todas son rosas en el camino. La comisión en su momento estuvo presidida por monseñor Battista Ricca, quien debió renunciar al conocerse los antecedentes de su gestión episcopal en Uruguay.

Como para probar que no todo se reduce a palabras o constitución de comisiones, el 28 de junio fue detenido monseñor Nunzio Scarano por actos de corrupción vinculados con el IOR y bancos de Suiza y Mónaco. Lo de Scarano adquirió estado público, pero más discretas aunque no por ello menos escandalosas fueron las destituciones de Paolo Cipriani y Massimo Tulli.

La reforma de la curia también avanza. En principio, hay una comisión de cardenales dirigida por monseñor Oscar Rodríguez Madariaga con fecha a término para expedirse. Por último, hay que destacar la reforma del Código Penal que pone énfasis en delitos como la tortura y los cometidos contra menores, particularmente la trata, la pornografía infantil y los abusos. Citando la frase de un político argentino al que a Bergoglio nunca le resultó antipático, muy bien podría decirse: “El que quiera entender que entienda...”.

Más allá de los pasos institucionales dados para poner fin a la corrupción moral y económica en el interior de la Iglesia, lo que merece destacarse es el testimonio práctico cuya manifestación más elocuente fue la visita a la isla de Lampedusa. Si la historia destaca el gesto de Francisco de Asís de besar a los leprosos, es decir a los marginados, los condenados de la Tierra, los malditos de un orden impiadoso o los expulsados de las ciudades de entonces, la decisión de Francisco de visitar una modesta isla para brindar su testimonio a favor de los leprosos del siglo XXI, tiene el valor de un acto inspirado en esa honorable tradición cristiana. Sin exageraciones, podría decirse, al respecto, que esta visita a la isla que está apenas a ciento trece kilómetros de África y cuyas aguas son una suerte de cementerio marino, posee la dignidad real de una encíclica.

Por supuesto que así como estas decisiones han despertado calurosas adhesiones, también le están generando enconados enemigos, particularmente por parte de los beneficiarios de un status reñido con las leyes, pero en primer lugar con la ética evangélica.

A Bergoglio ya lo han calificado de demagogo, curita de aldea necio e ignorante, teólogo de la liberación y agente del comunismo. Con relación a estas imputaciones, muy bien podría mencionarse la frase que suele preceder a todos los libros de ficción: “Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”.

Bergoglio no es de izquierda, no es marxista, mucho menos un sacerdote ignorante, ingenuo o necio. Todo lo contrario. Si algún perfil lo define es el de conservador, pero un conservador lúcido que trata de promover cambios no para que la Iglesia sea diferente, sino para que sea la misma que él amó y sigue amando.

El primer límite que se presenta al primer golpe de vista puede ser la edad. Francisco tiene setenta y seis años, en estos momentos dispone de energía para afrontar las batallas que se avecinan, pero el paso del tiempo inevitablemente hará su trabajo.

Después, están las resistencias de los poderes constituidos. Juan Pablo II lo que hizo fue adaptarse a ellos, Ratzinger intentó ponerles un limite y no pudo. Hay que decir, en este sentido, que Bergoglio no se propone fines utópicos o transformaciones que vayan más allá de lo previsible en una institución milenaria cuyas líneas rojas acerca de lo permitido y prohibido él conoce muy bien. Francisco es un hombre dotado de un fuerte sentido de lo real y asimismo es un conocedor del terreno donde se desenvuelve. En cualquier caso, corresponde señalar que en estas tareas el Papa no está solo.

Los objetivos que se ha propuesto Francisco son ambiciosos, y el futuro dirá hasta dónde los podrá concretar. Por lo pronto, los pasos que ha dado son prácticos y van más allá de las declaraciones o las denuncias verbales.